Tribunal: Corte Suprema de Justicia de la Nación(CS)
Fecha: 09/06/1948
Partes: Merck Química Argentina c. Nación Argentina
Publicado en: LA LEY51, 255
Cita Online: AR/JUR/38/1948
Hechos:
Se interpuso recurso extraordinario federal, con
fundamento en el hecho de que la sentencia de Cámara que rechazó la acción
promovida, al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo
en cumplimiento de diversos decretos-leyes referidos a la vigilancia,
incautación y disposición de la propiedad enemiga, habría consentido la
arbitraria desposesión de los bienes de la sociedad actora afectados por actos
del gobierno de facto, diciendo, además, que el Poder Ejecutivo dispuso por sí
—con total prescindencia de la vía legal o los procedimientos judiciales del
caso— la liquidación derivada del retiro de la personería jurídica, de los
bienes que constituían su haber, los que se habrían sometido a contralor
primero y ocupación después, con sustento en que la apelante se hallaba
vinculada a países con los cuales la República estaba en guerra. La Corte
Suprema de Justicia de la Nación, por mayoría, confirmó la sentencia apelada.
Sumarios:
1. No cabe discutir la existencia y preexistencia de
los poderes de guerra, por cuanto los principios rectores de que están
informados en mira a la salvaguardia de la integridad e independencia nacional
o salud y bienestar económico-social que significan uno de los objetos
primarios de toda sociedad civil, son forzosamente anteriores y, llegado el
caso, aun superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de los
ciudadanos argentinos —art. 21— y cuya supervivencia futura con más la
supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerde o protege,
queda subordinado a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el
país puede encontrarse abocado en cualquier momento.
2. El derecho indiscutible de recurrir a la guerra en
defensa de la independencia y soberanía nacional conduce fatalmente a reconocer
el derecho de conducirla por los medios indispensables que las circunstancias
impongan y sin más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera
haberle impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena
vigencia, y el poder del Estado encargado de esa conducción es el único árbitro
para establecer los medios a tal efecto, sin que la justicia pueda reverlas.
3. Los principios humanos que inspiran la Constitución
no pueden ser invocados para buscar amparo contra las medidas de guerra, porque
aquéllos no pueden convertirse en instrumentos de derrota o desmembración
interior y desaparición como entidad soberana.
4. La jurisprudencia norteamericana es de inestimable
valor para interpretar el alcance de los poderes de guerra, porque las
disposiciones constitucionales de la materia han sido trasladadas casi a la
letra de la Constitución norteamericana.
5. Los poderes de guerra incluyen el derecho de
secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo y disponer de ella a
voluntad del captor.
6. Si bien el orden interno se regula normalmente por
las disposiciones constitucionales y por lo tanto, manteniéndose en estado de
paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese en conformidad con los
principios de derecho público establecidos en esta Constitución —art. 27—, y,
por ello, en tanto se trate de mantener la paz o afianzar el comercio con las
potencias extranjeras, la República se conduce dentro de las orientaciones de
la teoría “dualista”, cuando se penetra en el terreno de la guerra en causa
propia —eventualidad no incluida y extraña a las reglas del art. 27— la
cuestión se aparta de aquellos principios y coloca a la República en el trance
de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que puedan
estar animados, y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha
suscripto tratados que puedan oponerse en ciertos puntos concernientes a la
guerra con otros celebrados con anterioridad, los de última fecha han
suspendido o denunciado implícitamente a los primeros.
7. La realidad viviente de cada época perfecciona el
espíritu remanente de las instituciones de cada país o descubre nuevos aspectos
no contemplados con anterioridad, a cuya realidad no puede oponérsele, en un
plano de abstracción, el concepto medio de un período de tiempo en que la
sociedad actuaba de manera distinta o no se enfrentaba a peligros de efectos
catastróficos.
8. El Estado puede incautarse de los bienes enemigos
aun cuando realmente no hayan existido en los hechos actos de hostilidad
efectiva.
9. El estado de guerra subsiste mientras no se
suscriba el tratado de paz, aun cuando medie rendición incondicional del
enemigo.
10. El Poder Judicial no puede resolver sobre las necesidades
impuestas por la guerra, los medios escogidos y la oportunidad en que pudieron
o debieron emplearse, todo lo cual queda librado a los poderes que dirigen la
guerra.
11. No obstante la terminología del art. 27 de la
Constitución que evidentemente no aparece como rigiendo para el estado de
guerra, todo derecho o garantía individual reconocida a los extranjeros
incluidos en la categoría de beligerantes activos o pasivos, cede tanto a la
suprema seguridad de la Nación como a las estipulaciones concertadas con los
países aliados a la República.
12. En lo atinente al agravio relativo a que se haya
dispuesto de los bienes de la recurrente después de la cesación de las
hostilidades a causa de la rendición lograda, independientemente de la
obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el
Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser
atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no
haberse firmado la paz.
13. Corresponde desestimar el agravio relativo a la
pretendida ingerencia judicial del Presidente de la República en la desposesión
y apropiación de los bienes tenidos por enemigos, pues, aquella prohibición se
refiere exclusivamente al impedimento de intervenir en contiendas o causas
legisladas por las leyes comunes civiles o penales, las que ninguna relación
guardan con el ejercicio de las funciones privativas que le han sido
expresamente confiadas, ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la
guerra, como las elementales medidas de defensa que el país pueda reclamar y
sin que ese ejercicio implique comprometer ninguna de las garantías acordadas
en el art. 18 de la Constitución.
14. Si se ha de considerar que el orden jurídico
nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra,
puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que
distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y
aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la
desapropiación definitiva, pues, el ejercicio de las primeras sin intervención
ni recurso judicial no comporta violación de la propiedad en las excepcionales
circunstancias de una guerra, pero de la propiedad sólo puede privarse a su dueño
en virtud de sentencia fundada en ley —art. 17 de la Constitución— (del voto en
disidencia del doctor Casares).
15. Toda vez que los decretos por los cuales se rigen
los actos de vigilancia y disposición de la propiedad enemiga —110.790/42;
122.712/42; 30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46—, de los
que tienen particular relación con el caso los Nos. 7032-7035-10.935 y 11.599,
no acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno, este
silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto
concierne a los actos de la autoridad creada por ellos, pues, la interpretación
de ellos que la excluye sería inconstitucional, y si implican positivamente la
exclusión aludida hasta respecto a la desapropiación definitiva, los decretos
aludidos son violatorios de los arts. 17 y 18 de la Constitución Nacional (del
voto en disidencia del doctor Casares).
16. La definitiva apropiación por parte del Estado
Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a una Nación
enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se hallan en el
país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin violación de
las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por las leyes
nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente la
calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de
apropiación a su respecto (del voto en disidencia del doctor Casares).
Texto Completo: SENTENCIA DEL JUEZ FEDERAL
Bs. Aires, diciembre 31 de 1945
Y vistos:
Para resolver este interdicto de recobrar la posesión,
deducido por la S.A. Merck Química Argentina contra la Nación, y resultando:
Que este interdicto fue originariamente entablado con
el fin de que se mantuviera a la actora en posesión de la propiedad ubicada en
esta Capital, en la calle Rosetti n° 1084, con sus instalaciones industriales
adheridas al suelo y se le reintegrara en el libre ejercicio de su derecho de
propiedad, indemnizándole los daños y perjuicios que derivan de habérsele
impedido hacer las ampliaciones necesarias para su mejor uso y mayor beneficio
que obtendría de esos bienes inmuebles por naturaleza y accesión.
Se expresa que la sociedad se constituyó en 1930,
aprobándose sus estatutos el 8 de julio de ese año y que en octubre de 1938
adquirió el terreno situado en la calle Rosetti esquina Zavala donde levantó su
edificio propio con las instalaciones necesarias para su explotación.
En noviembre de 1944, el Poder Ejecutivo dictó el
decreto 30.301, que la actora reputa inconstitucional, por el que autoriza al
Secretario de Industria y Comercio a designar gerentes-delegados en
determinadas empresas, con facultades amplísimas. Más tarde, ejercitando
funciones judiciales sin defensa de la sociedad actora, la declaró comprendida
en las disposiciones de aquél y designó gerente delegado al señor Agustín
Domingo Marenzi, quien tomó posesión de su cargo el 23 de marzo de este año,
con la protesta de los representantes sociales, todo lo cual consta en el acta
de fs. 18.
Dictados más tarde los decretos 7032 y 10.935 y ante
las declaraciones hechas públicas por el Ministro de Relaciones Exteriores,
dice ser evidente la turbación de su posesión y la amenaza del despojo y
confiscación.
Funda extensamente su acción, estudiando la
jurisprudencia de la Corte Suprema y sosteniendo, en esencia, que no obsta a la
procedencia del interdicto que la turbación se haya realizado como acto de
gobierno; que estando expresamente abolida la confiscación por el art. 17 de la
Constitución, no queda otro recurso para desposeer a una persona de su
propiedad que la expropiación calificada por ley y previamente indemnizada; que
los decretos-leyes y reglamentarios Nos. 110.709 y 122.712 de 1942, los Nos.
30.301/44, 7032, 7760 y 10.935, son inconstitucionales.
Antes de celebrarse el correspondiente juicio verbal
se presenta nuevamente la actora manifestando que como lo había previsto al
iniciar la acción, el Poder Ejecutivo, por hechos posteriores había convertido
la turbación de su posesión en despojo, pues en 11 de septiembre ppdo., se
había posesionado del edificio de la empresa. Ante esa situación, convertía el
interdicto de retener, que primitivamente dedujo, en interdicto de recobrar la
posesión.
Que el señor Procurador del Tesoro, en representación
de la Nación, sostiene que no ha existido despojo arbitrario. Analiza los
orígenes y el desarrollo de la última guerra y las medidas que como
consecuencia de ese conflicto tomó nuestro Gobierno. Expresa así que, como
consecuencia de la tercera reunión consultiva de Cancillería de Río de Janeiro,
se dictó el decreto 122.712 de junio 15 de 1942, por el que se dispuso la
vigilancia estricta del movimiento de fondos de toda empresa perteneciente a
extranjeros beligerantes no americanos o cuyas actividades estén vinculadas a
países o ciudadanos extranjeros beligerantes no americanos.
Se refiere a continuación a la Conferencia
Interamericana reunida en Méjico en febrero de este año y transcribe “in
extenso” la resolución tomada sobre control de bienes en manos del enemigo y
luego las conclusiones de la sesión plenaria del 27 de marzo, por la que se
invitó a la República Argentina a adherirse a las decisiones tomadas. La
República aceptó esa invitación y como consecuencia declaró la guerra al Japón
y Alemania y dictó el decreto 7032, por el cual puso bajo la total dependencia
de la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, a las
firmas o entidades que sean representantes, filiales o sucursales de firmas o
entidades que sean representantes, filiales o sucursales de firmas o entidades
radicadas en el Japón, Alemania o países dominados por esas naciones o que
estuvieran directa o indirectamente vinculadas con aquéllas.
Con arreglo a esos antecedentes, la Junta de
Vigilancia dictó la resolución que se impugna, colocando a la actora bajo su
total dependencia y el Poder Ejecutivo le retiró su personería jurídica.
Sostiene las facultades del Gobierno “de facto” para
declarar la guerra lo mismo que para dictar el decreto 7032. Este último ha
sido dictado en ejercicio de los poderes de guerra y en uso de la facultad que
el art. 67, inc. 22 de la Constitución Nacional reconoce para dictar
reglamentos de presas y toda vez que no se ha hecho sobre éstas ningún
distingo, debe interpretarse de acuerdo al modelo norteamericano, que concierne
tanto a las de mar como a las de tierra.
La desposesión de la actora ha sido así legítima desde
que emana de una norma emergente de los poderes de guerra. No siendo entonces,
arbitraria, el interdicto no es acción bastante para enervar la legitimidad de
una posesión fundada en ley suprema de la Nación.
Por todas esas razones, pide el rechazo del
interdicto, con costas;
Y Considerando:
Que de los antecedentes administrativos traídos a los
autos resulta que el Poder Ejecutivo Nacional por decreto de setiembre 6 ppdo.
y a propuesta de la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad
Enemiga, derogó otro de fecha 8 de julio de 1930 y sus concordantes, por los
cuales había concedido autorización para funcionar como sociedad anónima a la
Merck Química Argentina. Pocos días antes, el interventor de la Secretaría de
Industria y Comercio, había designado a tres personas para integrar la comisión
liquidadora de la expresada sociedad.
El 11 de septiembre se constituyeron en el domicilio
de la actora, dos de los miembros de esa comisión liquidadora y el
vicepresidente de la Junta de Vigilancia, quienes notificaron al vicepresidente
de la empresa que estaba obligado a reconocerlos en tal carácter y en posesión
del patrimonio de la sociedad en atención al auxilio de la fuerza pública, con
que para este fin contaban. El representante de la sociedad manifestó que en
vista del uso que se hacía de la fuerza pública y a pesar de no tenerse orden
de allanamiento de Juez competente, no tenía otro remedio que aceptar esa
situación con la protesta consiguiente, lo que así se hizo constar en el acta
que se labró con esa oportunidad. Que de lo expuesto resulta que la desposesión
ha sido consecuencia del acto del Poder Ejecutivo por el que dejó sin efecto la
autorización que oportunamente se había acordado a la actora para que actuara
como sociedad anónima.
Que ese acto ha sido impugnado como contrario a las
garantías constitucionales de comerciar y ejercer toda industria lícita. Estas
cuestiones son, por su naturaleza, ajenas al interdicto en el que sólo
corresponde estudiar el hecho de la desposesión y la causa en que se funda. Los
interdictos no tienen más fin que el de amparar la posesión y su naturaleza
sumaria no permite tratar cuestiones como la planteada por la actora que deben
ventilarse en juicio ordinario.
Que prescindiendo así de los motivos en que el Poder
Ejecutivo se ha fundado para retirar a la actora su personería jurídica, lo
cierto es que producido ese acto del poder público, su consecuencia inmediata
es la liquidación de la sociedad. Ahora bien, tratándose de una entidad de
carácter privado, la liquidación de los bienes sociales es de incumbencia
exclusiva de sus socios. A ellos corresponde determinar la forma en que esos
bienes deben venderse y quiénes han de ser los ejecutores de la operación. No
sólo lo disponen así sus propios estatutos, sino que el Código de Comercio
tiene a ese efecto, disposiciones claras y terminantes. Es, pues, contrario a
toda norma legal vigente que sea el Poder Ejecutivo quien, por propia
determinación y por medio de funcionarios especialmente designados a ese
efecto, se incaute por la fuerza de los bienes sociales y proceda a su
liquidación prescindiendo de la voluntad de los socios, únicos dueños de esos
bienes.
Que el representante de la Nación, sostiene la
legitimidad de la actitud de ésta en la emergencia, justificándola en los
compromisos internacionales contraídos por el país y en los poderes de guerra
del Gobierno Nacional, inherentes al estado de beligerancia en que se encuentra
el país.
Que es indudable que frente a las exigencias que el
estado de guerra comporta, debe ceder la garantía de la inviolabilidad de la
propiedad privada. Ante las necesidades imperiosas de la Nación de defender su
honor y su integridad territorial y la de afianzar la seguridad colectiva de sus
habitantes no puede prevalecer ningún interés privado, pues, como
expresivamente lo dijera uno de sus más preclaros estadistas, Nicolás
Avellaneda, nada hay dentro de la Nación superior a la Nación misma. Es por eso
que, fundado en esos principios esenciales de orden superior, el Código Civil,
en su art. 2512, autoriza expresamente a la autoridad pública a disponer
inmediatamente y bajo su responsabilidad, de la propiedad privada, cuando la
urgencia tenga un carácter de necesidad, de tal manera imperiosa que sea
imposible ninguna forma de procedimiento. Que si bien esos principios no pueden
ser puestos en tela de juicio, porque son esenciales para la vida de la Nación
e inherentes a su derecho de defensa, producido el hecho de la ocupación por el
Estado de la propiedad privada, sin el trámite de la expropiación y de la
previa indemnización, y requerido el debido amparo judicial por el desposeído,
no basta la sola invocación de la existencia del estado de guerra, de los
poderes del Gobierno Nacional en esa emergencia y de las obligaciones que a
consecuencia de ella ha contraído con otros Estados para desestimar la acción y
sancionar la ocupación. Es de la esencia de la atribución judicial examinar las
circunstancias particulares del caso para comprobar si han mediado los motivos
de excepción que justifican ese procedimiento extraordinario, pues como ha
dicho la Corte Suprema en un caso reciente “cuando no se trata del ejercicio de
los poderes de policía, inaplazables por naturaleza, la inviolabilidad recobra toda
su vigencia, porque entonces su eficaz garantía se confunde con la del orden
público, uno de cuyos fundamentos es la existencia y la integridad de la
propiedad privada” (Fallos: 201, 432).
Que en el caso en examen no han mediado ni se han
invocado razones de urgencia ni de necesidad militar que justifiquen la
“ocupación por el Estado de los bienes de la actora por acto directo del Poder
Ejecutivo y prescindiendo de toda intervención judicial”.
Y en cuanto a las obligaciones que puedan reportar a
la República su adhesión al acta final de la Conferencia de Naciones Americanas
reunida en Méjico, a principios del año en curso, no revisten ese carácter, al
punto de llevarla a prescindir de la intervención judicial previa a la
desposesión y a privar del derecho de defensa a los que resulten afectados por
las medidas de seguridad que se adopten en cumplimiento de esos acuerdos
internacionales. Para hacer efectivas esas medidas relativas a los bienes de
personas o entidades que se reputen en relación de dependencia o vinculadas a
países enemigos no se han estipulado procedimientos especiales a cargo del
Poder Ejecutivo. Por el contrario, en el texto de esos convenios, que el propio
representante de la Nación transcribe en su escrito de fs. …, se expresa que
las repúblicas americanas mantendrán en vigor las medidas existentes, en lo
pertinente, y tomarán aquellas nuevas que sean factibles, a fin de lograr los
propósitos que se persiguen. De los términos empleados resulta claro que las
medidas que las partes contratantes se obligan a tomar son aquéllas que les
permitan las reglas constitucionales y legales que rijan en cada uno de esos
Estados. En cuanto a nuestro país concierne, es de lógica evidente que no podía
contraerse un compromiso que no se ajustara a esos principios, pues ninguno de
los tres poderes del Estado puede exceder la órbita de atribuciones que le fija
la Constitución Nacional que les ha dado origen. Allí están determinados los
límites de actuación de cada uno y ninguno de ellos podría por acto propio extender
sus atribuciones, pues ello implicaría cercenar o invadir atribuciones propias
de alguno de los otros dos poderes.
Que las medidas de seguridad relativas a bienes que se
reputan en manos de enemigos, han sido oportunamente adoptadas por nuestro Gobierno,
como lo hace constar su representante en este juicio al relacionar los
distintos actos gubernativos realizados al efecto. El Gobierno Nacional ha
ejercido estricta vigilancia sobre el movimiento de fondos y valores, ha
designado veedores e interventores en las empresas o entidades y en el caso
particular de la actora ha llegado a designar un gerente-delegado con
facultades amplísimas. Sin pronunciarse sobre la legitimidad de esa
designación, el proveyente se limita a hacer constar la existencia de un
interventor con plenos poderes para autorizar u oponerse a la realización de
cualquier acto y cuya intervención era indispensable para todos los pagos. Las
medidas de seguridad tomadas eran, pues, bien estrictas y ninguna razón de
urgencia o de necesidad podría así justificar la ocupación de los bienes de la
empresa y la consiguiente desposesión de sus propietarios, con prescindencia de
todo procedimiento e intervención judicial. El procedimiento directo seguido
por el Poder Ejecutivo es violatorio de la garantía de la inviolabilidad de la
propiedad que consagra el art. 17 de la Constitución Nacional.
Que se pretende defender la legitimidad de esa
ocupación sosteniendo que el decreto n° 7032/45 por el cual se colocó a la
propiedad enemiga bajo la total dependencia de la Junta de Vigilancia y
Disposición Final de la Propiedad Enemiga, es un reglamento de presas,
expresamente autorizado por el art. 67, inc. 22 de la Constitución Nacional.
Se hace innecesario estudiar si ese decreto reviste
efectivamente ese carácter y si la disposición constitucional citada se refiere
sólo a las presas de mar o también a las de tierra, pues lo único que interesa
a este efecto, es dejar establecido que esos reglamentos deben respetar los
principios esenciales de nuestra organización constitucional, como son la
separación de los poderes, la garantía de la defensa en juicio y la de no ser
sacado de la jurisdicción de sus jueces naturales, ni juzgado por comisiones
especiales. Así en cuanto hace a las presas marítimas, la propia Constitución
las ha sometido a la jurisdicción judicial al establecer en el art. 100 que
entre las causas cuyo conocimiento y decisión está reservado a los tribunales
federales, están las de almirantazgo, entre las que se encuentran las capturas.
Si al decreto de referencia se le reconoce el carácter
que se pretende, forzoso es convenir que con él se contravienen esos
principios, pues se sustraen del conocimiento de los tribunales de justicia,
las cuestiones relacionadas con la desposesión de los bienes pertenecientes a
personas o entidades que se las reputa dependientes o relacionadas con países
enemigos y se difiere el juicio de esas cuestiones a la Junta de Vigilancia y
Disposición Final de la Propiedad Enemiga que se erigiría así en único juez,
para decidir si una entidad es o no enemiga y si debe o no ser despojada de sus
bienes. La expresada Junta, sería así una de las comisiones especiales
expresamente prohibidas por el art. 18 de la Constitución Nacional.
Que estando así debidamente probado, que la actora ha
sido privada de la posesión y que esa privación no está fundada en razones
inaplazables de seguridad y defensa nacional, debe ser calificada como despojo
y como consecuencia, hacer lugar al interdicto y al pago de los daños y
perjuicios que esa privación ilegal de la posesión le haya causado, todo de
conformidad a lo que disponen los arts. 2469, 2490, 2494 y 2497 del Cód. Civil.
Por estos fundamentos, fallo haciendo lugar al
interdicto de recobrar y condenando a la Nación a devolver a la S.A. Merck Química
Argentina, la posesión de la propiedad situada en la calle Rosetti N° 1084, de
esta ciudad, con sus instalaciones industriales adheridas al suelo y a pagarle
los daños y perjuicios que ésta pruebe que le ha causado la desposesión. Con
costas. — E. A. Ortiz Basualdo.
Buenos Aires, septiembre 4 de 1946.
Considerando:
En cuanto al recurso de nulidad: No habiendo sido
mantenido en esta instancia, se lo tiene por desistido.
En cuanto al recurso de apelación: Que por decreto
núm. 6945, dictado en Acuerdo de Ministros el 27 de marzo de 1945, fue
declarado el estado de guerra entre la República Argentina, por una parte, y
Japón y Alemania, por la otra, disponiéndose por el art. 4° que se adoptarían
de inmediato las medidas necesarias al estado de beligerancia, así como las que
se requirieran para poner término definitivamente a toda actividad de personas,
firmas y empresas de cualquier nacionalidad que puedan atentar contra la
seguridad del Estado o interferir en el esfuerzo bélico de las Naciones Unidas
o amenazar la paz, el bienestar y la seguridad de las naciones americanas. El
decreto 7032, de fecha 31 de dicho mes y año, fue la consecuencia del núm. 6945
y dispuso que quedaban sometidas a la total dependencia del Consejo de
Administración creado por decreto 30.301, de 1944, las firmas o entidades
comerciales, industriales, financieras o que desarrollaran cualquier otra
actividad, radicadas en la República, “que sean representantes, filiales o
sucursales de firmas o entidades radicadas en Japón, Alemania o países
dominados por esas naciones”, y que dicho Consejo tomaría posesión del
patrimonio de tales empresas e indicaría al Poder Ejecutivo si convenía la
prosecución de sus actividades o su liquidación. Por el art. 3° se hacían
extensivas esas disposiciones a las firmas o entidades que estén o hayan estado
directa o indirectamente vinculadas con firmas o entidades radicadas en Japón,
Alemania o países dominados por estas naciones y por el art. 6° se ponían bajo
fiscalización, administración o custodia del referido Consejo los bienes,
valores y créditos de cualquier clase pertenecientes a personas de cualquier
nacionalidad, residentes en el país, cuyas actividades constituyan a juicio del
Poder Ejecutivo una amenaza para la seguridad del Estado, el esfuerzo bélico de
las Naciones Unidas, o la paz, el bienestar y la seguridad de las naciones
americanas. Finalmente, por el decreto 10.935, de 18 de mayo de 1945, se
resolvió crear la Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad
Enemiga, que en adelante tendría a su cargo las funciones del anterior Consejo
de Administración. Expresaban los fundamentos de ese acto de gobierno, que la
emergencia bélica en que se encontraba la República exigía la estructuración de
órganos adecuados para la inmediata y eficaz ejecución de las medidas
necesarias para la custodia, administración y/o liquidación de los bienes
enemigos, de acuerdo con las exigencias de la prosecución de la guerra y de los
compromisos contraídos por la Nación.
Que, en el presente caso, el Poder Ejecutivo, por
intermedio de los organismos creados al efecto, intervino, primero, y tomó
posesión, después, previo retiro de su personalidad jurídica, de todos los
bienes de la “Merck Química Argentina, S.A.”. Esta, que es una sociedad anónima
constituida en el país y con domicilio legal en el mismo, entabla interdicto de
retener, que transforma luego en el de recobrar la posesión del inmueble donde
tiene la sede de sus actividades, calle Rosetti N° 1084 de esta ciudad, del
cual se ha incautado la comisión liquidadora designada por el Poder Ejecutivo.
Que el Sr. Juez a quo ha hecho lugar al interdicto,
fundado en que una vez disuelta una sociedad anónima la liquidación es de la
incumbencia exclusiva de sus socios, siendo por lo tanto contrario a toda norma
legal que la realice el Poder Ejecutivo; que no basta la invocación de los
poderes de guerra del Gobierno para sancionar la ocupación; que es de la
esencia de la atribución judicial examinar el caso para determinar si ha habido
razones de urgencia o de necesidad militar que justifiquen la ocupación de los
bienes; que en el caso no las ha habido por estar la sociedad intervenida y
perfectamente controlada y, finalmente, que la disposición de bienes privados
por el Poder Ejecutivo sin forma alguna de juicio es contraria a la garantía de
la propiedad que consagra el art. 17 de la Constitución Nacional, y que la
Junta de Vigilancia y Disposición Final de la Propiedad Enemiga, con la
amplitud de funciones que pretende ejercitar, sería una de las “comisiones
especiales” expresamente prohibidas por el art. 18 de la Carta Fundamental.
Que a las razones enunciadas, suma la parte actora en
los apuntes supletorios del informe “in voce”, la circunstancia de hecho de que
la propietaria de las acciones de la Merck Argentina no sería ninguna sociedad
o persona física alemana, sino la Holding Aktiengesellschaft für
Merck-Unternehmungen Zug, de Suiza, país neutral en la guerra mundial.
Comenzando por el análisis de ese hecho, cabe señalar, en primer término, que
del examen del texto de los decretos precedentemente relacionados surge que el
espíritu de los mismos ha sido el de que se proceda a la incautación o bloqueo
de todo bien perteneciente a personas, enemigas o no, que dependan o estén en
relación con el enemigo. En el presente caso, si bien es cierto que
aparentemente la mayoría de las acciones de la sociedad anónima estaban
depositadas a nombre de la referida sociedad de Suiza, no lo es menos que una
buena parte de ellas lo estaban en el Banco Transatlántico; que tanto el cargo
de presidente de la sociedad suiza, como el de presidente de la sociedad
argentina eran desempeñados por el señor Luis Merck, alemán, domiciliado en
Darmstadt, Alemania; que la sociedad argentina es distribuidora en el país de
los productos de dicho industrial alemán, así como de la “Knoll A. G.”,
domiciliada en Ludwigshafen am Rhein, también en Alemania; que los principales
acreedores de la compañía eran el Banco Alemán, el Banco Germánico y las
referidas firmas Merck y Knoll, de Alemania; y, finalmente, que no obstante
aparecer las acciones como depositadas a nombre de Holding Suizo, en la
asamblea de accionistas del 5 de marzo de 1945 ellas figuran a nombre de
diversas personas domiciliadas aquí, de las cuales cuatro son argentinas y
cuatro alemanas. Como puede apreciarse, todas esas circunstancias que surgen de
las constancias del expediente administrativo agregado por cuerda, restan
“prima facie” todo fundamento a la aseveración de la actora de que se trata de
propiedad de neutrales. Todo hace presumir que la sociedad actora se encontraba
económicamente vinculada y bajo la dependencia del enemigo.
Que partido de ese hecho fundamental, el problema a
resolver consiste en determinar si el Poder Ejecutivo ha podido incautarse de
los bienes de la sociedad con el propósito de proceder a su liquidación por
intermedio de los organismos creados al efecto; o si, como lo sostiene la
sentencia recurrida, ha debido requerir para ello la intervención judicial.
Desde luego, cabe advertir que aquí no se discute el retiro de la personalidad
jurídica de la entidad dispuesto por el Poder Ejecutivo. Lo único que se
cuestiona es la posesión de los bienes, ya que la acción instaurada es
simplemente un interdicto de recobrarla.
Que el Sr. Juez a quo en su sentencia reconoce los amplios
poderes que en caso de guerra debe tener el Gobierno Nacional para la defensa
del país, expresando que es indudable que frente a las exigencias que tal
estado comporta, debe ceder la garantía de la inviolabilidad de la propiedad
privada, como lo demuestra —a su juicio— el art. 2512 del Cód. Civil, que
faculta a la autoridad pública a disponer inmediatamente de la propiedad
privada cuando la urgencia tenga un carácter de necesidad de tal manera
imperiosa que sea imposible ninguna forma de procedimiento. Aun cuando esas
expresiones del fallo no han sido discutidas en los apuntes supletorios del
informe in voce ante esta Cámara, tal cuestión fue ampliamente tratada en el
escrito de demanda y en el alegato de fs. 78, por lo que es menester fijar el
criterio del tribunal al respecto.
Que la existencia de los poderes de guerra del
Gobierno Nacional no puede ni siquiera ser discutida. Es elemental que cuando
se trata de la conservación de la libertad, de la vida misma de la Nación, el
Gobierno Federal debe tener los medios necesarios para defenderlas. Todos los
actos que sean necesarios para llevar adelante la guerra y vencer en ella
entran dentro de la esfera de los que el Gobierno puede realizar sin que ningún
obstáculo pueda impedírselo, sin perjuicio de que, oportunamente, puedan los afectados
por esos actos someter a los tribunales de justicia sus pretensiones de ser
indemnizados de los perjuicios que se les hayan ocasionado.
Que es perfectamente cierto que la Constitución
Nacional reconoce a todos los habitantes de la Nación ciertos derechos y les
acuerda determinadas garantías; pero también es cierto que la misma Carta
acuerda al Poder Ejecutivo y al Congreso, respectivamente, la facultad de
declarar la guerra y la de aprobarla (art. 86, inc. 18, y art. 67, inc. 21);
instituye al Presidente de la Nación como comandante en jefe de todas las
fuerzas de mar y tierra, le da la atribución de disponer de ellas (art. 86,
incs. 15 y 17); lo faculta para conceder patentes de corso y de represalias con
autorización y aprobación del Congreso, el cual puede a su vez establecer
reglamentos para las presas (art. 86, inc. 18 y art. 67, inc. 22); todo ello
sin perjuicio del manejo de las relaciones exteriores, la conclusión y
aprobación de tratados, para lo cual también están expresamente facultados los
poderes políticos (arts. 86, inc. 14, y art. 67, inc. 19). Ese conjunto de
facultades expresas concedidas por la Constitución carecería de todo
significado si dichos poderes no pudieran tomar todas las disposiciones
necesarias para la prosecución de la guerra. Aquellas facultades derivan
directamente de la soberanía de la Nación y fueron afirmadas y puestas en
práctica desde los primeros gobiernos patrios, con la formación y envío de las
expediciones libertadoras al Alto Perú y al Paraguay, y con la disposición del
Reglamento Provisional de 1811, que reservaba a la Junta Conservadora —que
venía a ser el Poder Legislativo— las facultades de declarar la guerra, hacer
la paz y celebrar tratados, y al Poder Ejecutivo la defensa del Estado y la
organización de los ejércitos. Y si ello fue así, si aquellos primeros
gobiernos que aún actuaban a nombre de la Corona española tuvieron y
ejercitaron los poderes de guerra, es de toda evidencia que con mayor razón
pudieron disponer de ellos las autoridades posteriores a la declaración de la
Independencia, ya que desde ese momento, de facto y de jure, el pueblo de las
Provincias Unidas reasumió totalmente su soberanía.
Que de esos poderes de guerra expresamente conferidos
por la Constitución al Presidente y al Congreso, nace la atribución de éste de
dictar todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para ponerlos en
ejecución, de conformidad con lo establecido por el inc. 28 del art. 67 de la
Const. Nacional, que ha consagrado lo que la doctrina ha dado en llamar los
poderes implícitos del Congreso. Y es evidente que en ausencia del Poder
Legislativo el Gobierno de facto pudo ejercitar esas atribuciones de acuerdo
con la jurisprudencia sentada por la Corte Suprema (201, 249), ya que no puede
discutirse que el casus belli es uno de aquellos en que la necesidad y la
urgencia justifican el ejercicio de facultades legislativas por el Gobierno de
facto. La República Argentina declaró el estado de guerra con Alemania y el
Japón; el Gobierno de facto dictó las medidas que consideraba necesarias para
la prosecución de la guerra y para colaborar en el esfuerzo bélico de las
Naciones Unidas. ¿Puede sostenerse razonablemente que el Poder Judicial, que
carece de las informaciones indispensables para apreciar las necesidades del desenvolvimiento
de la guerra, la situación internacional, la penetración económica del enemigo
en nuestro territorio y en América, y tantos factores más que escapan por su
naturaleza, a su conocimiento y comprobación, esté facultado para impedir con
medidas procesales o policiales como el interdicto, la realización de los actos
que el Poder Ejecutivo estima necesarios para la guerra, es decir, para
combatir al enemigo, ya sea en el campo militar, ya en el económico y
financiero? La respuesta tiene que ser forzosamente negativa. Los jueces
carecen de los medios necesarios para juzgar si una medida de guerra es
conveniente o no, necesaria o no, justificada o no; como así para determinar si
los recaudos posteriormente tomados, en el presente caso vigilancia y control,
eran suficientes para el objetivo fundamental de la prosecución de la guerra.
De una lucha entre hombres de armas que era aquélla en siglos pasados, se ha
transformado en lo que se llama la guerra total, sobre la base del concepto de
“la nación en armas”. Ya no se desenvuelve solamente por medio de operaciones
militares en el campo de batalla; las hostilidades alcanzan a la población
civil en su totalidad y ésta coopera, en su totalidad también, en la defensa
nacional. La apreciación de las necesidades de la guerra moderna no pueden
realizarlas los jueces y menos aún la de la urgencia de tales o cuales medidas.
Aparece en tal forma desprovista de todo fundamento la afirmación de que la
incautación de los bienes de la actora no era necesaria o no era urgente; así
como la pretensión de que para poner en ejecución las medidas de guerra
dispuestas, el Gobierno, en ejercicio de los poderes de guerra, deba iniciar un
pleito en los tribunales de justicia. Esas medidas se cumplen, porque se
suponen necesarias, urgente e inspiradas en la mejor ejecución de la defensa
nacional. Si han sido abusivas, erróneas y han causado perjuicios, los
afectados podrán hacer valer sus derechos ejercitando la consiguiente acción
indemnizatoria; pero está reñido con la lógica y con el sistema de división de
los poderes establecido en la Constitución como una característica esencial del
régimen republicano —característica señalada por la Corte Suprema desde su
instalación (1, 31)—, pretender que so pretexto de proteger intereses privados,
el Poder Judicial pueda impedir la realización de aquélla, que es de lo que se
trata en este juicio, en que, por medio de un interdicto, se intentó impedir
que los organismos creados al efecto tomaran posesión de la casa Merck o que
continuaran en posesión de ella una vez realizada la incautación.
Que la neutralidad de nuestro país hasta 1945 en todos
los grandes conflictos internacionales producidos, ha impedido que en sus
tribunales de justicia fueran discutidos y dilucidados estos asuntos; pero es
necesario recordar las palabras de la Corte Suprema en 1877 (19,236): “El
sistema de gobierno que nos rige no es una creación nuestra. Lo hemos
encontrado en acción, probado por largos años de experiencia y nos lo hemos
apropiado. Y se ha dicho con razón que una de las grandes ventajas de esta
adopción ha sido encontrar formado un vasto cuerpo de doctrinas, una práctica y
una jurisprudencia que ilustran y completan las reglas fundamentales y que
podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar por
disposiciones peculiares”. Se refería la Corte al sistema de gobierno de los
Estados Unidos y a la doctrina, práctica y jurisprudencia creadas allí
interpretando la Constitución Norteamericana. Y bien; puede afirmarse que desde
los primeros tiempos de la vida independiente de los Estados Unidos no se ha
considerado por su Corte Suprema como contraria al derecho de propiedad o como
violatoria de las garantías de la propiedad, la incautación por el Gobierno de
la propiedad enemiga en caso de guerra, aun cuando los bienes fueran de
particulares y no bienes públicos del Estado enemigo. Así, en el caso Ware v.
Hylton (3, Dall. 199), el Juez Chase, en 1796, exponiendo la oposición de la
Corte, expresaba: “Yo creo que cualquier nación que se encuentre en guerra con
otra está justificada, tanto por la ley general como por la particular de las
naciones para apoderarse y confiscar toda la propiedad mueble de sus enemigos,
de cualquier clase o naturaleza que sea, en cualquier lugar que la encuentre, ya
sea en su territorio o no”; y en el de Brown v. Estados Unidos, 8 Cranch 110,
decía Marshall en 1814: “La guerra da al soberano derecho total para apoderarse
de las personas y confiscar la propiedad enemiga en cualquier lugar que se
encuentre. Las mitigaciones de tan rígida regla, que la política humana e
inteligente de los tiempos modernos ha puesto en práctica, podrán afectar más o
menos el ejercicio de este derecho, pero no pueden menoscabar el derecho en
sí”. En 1861 y 1862, el Congreso de la Unión dictó dos leyes autorizando la
incautación de la propiedad de los enemigos durante la guerra civil; y a
propósito de la aplicación de las mismas, dijo el Juez Strong exponiendo la
opinión de la mayoría de la Corte en el caso Miller v. Estados Unidos (11 Vall.
268) en 1871: “Claro está que el poder de declarar la guerra implica el poder
para llevarla adelante por todos los medios y de cualquier manera por la cual
la guerra pueda ser conducida legítimamente. Por lo tanto incluye el derecho de
apoderarse y de confiscar toda la propiedad del enemigo y de disponer de ella a
voluntad del captor. Esto es —y lo ha sido siempre— un derecho indudable de los
beligerantes. Si existiera alguna incertidumbre respecto a la existencia de
dicho derecho se vería disipada por la concesión expresa de poder para hacer
las reglas referentes a las capturas en tierra y en agua”. Se refería el Juez
Strong al poder conferido al Congreso por el inc. 11 de la sección VIII del
art. 1° de la Constitución de los Estados Unidos, para “hacer reglamentos
concernientes a las presas que se hagan en mar o tierra”, texto análogo al de
“establecer reglamentos para las presas” del inc. 22 del art. 67 de la
Constitución Nacional, incluído entre las atribuciones del Congreso Argentino.
En 6 de octubre de 1917, pocos meses después de la
entrada de los Estados Unidos en la primera guerra mundial, el Congreso dictó
la llamada “ley de comercio con el enemigo”, por la cual se autorizaba al
Presidente para nombrar un custodio de la propiedad enemiga, con poder para
tomar posesión de todo el dinero o propiedades que se hallaren en los Estados
Unidos, “debidos o que pertenezcan al enemigo o al aliado del enemigo”. Según
opiniones autorizadas, dicha ley se propuso en principio el secuestro
temporario más que la confiscación; pero lo cierto es que en 1918 se le
introdujo una modificación por la cual se autorizó al custodio a proceder con
respecto a los bienes incautados “de tal manera como si fuera su absoluto
propietario”. “La ley de comercio con el enemigo —ha dicho la Corte
norteamericana en el caso de Stoher v. Wallace (255 U.S. 239) en el año 1921—,
ya se tome en su texto original o según fuere posteriormente modificada, es
estrictamente una medida de guerra, cuya medida halla sanción en la disposición
constitucional que autoriza al Congreso a declarar la guerra, otorgar patentes
de corso y represalias y promulgar reglas referentes a apoderamientos en mar y
tierra”; doctrina seguida también “in re” “Commercial Trust” versus Miller —262
U.S. 51— en 1922, y en el caso de la Chemical Foundation, 272 U.S. 1, en 1926,
oportunidad ésta en que la sentencia expresó que la ley tenía por objeto no
sólo disminuir el poder de guerra del enemigo dentro de su territorio, sino
también el que pudiera tener aquél dentro de los Estados Unidos, aumentando de
tal modo el poder de éstos. En el juicio Cumings v. Banco Alemán, 300 U.S. 115,
en 1937, la Corte reafirmó la constitucionalidad de las medidas de guerra
referentes a la propiedad enemiga al decir que los Estados Unidos habían adquirido
un título absoluto sobre la propiedad de que se apoderaron y que la concesión
hecha por una ley de 1928 a los propietarios despojados, fue, en consecuencia,
un acto de gracia, el cual pudo válidamente ser dejado sin efecto sin violar la
enmienda 5ª, es decir, la garantía de la propiedad. Finalmente, en Hirabayashi
v. Estados Unidos, 320 U.S. 80, en 1943, la Corte dejó establecido que “el
ejercicio, discreción y elección de las medidas tomadas por las ramas del
Gobierno a las que la Constitución ha entregado los poderes de declarar la
guerra, no pueden ser examinados, revisados ni modificados por las Cortes de
Justicia”.
Que, como se ha dicho anteriormente, en nuestro país
no existe un cuerpo de jurisprudencia que pueda invocarse al efecto, con excepción
de dos antiguos fallos de la Corte Suprema, dictados en 1867, los cuales, en
realidad, no tienen aplicación al caso, pues en el Delfino (4, 50), no se
trataba de bienes del enemigo, sino de los de un vecino de Corrientes que había
sido despojado por las tropas invasoras; y en el de Stewart (4,235), de una
partida de armas que había secuestrado el Gobierno Nacional, perteneciente a
neutrales. De tal modo la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados
Unidos es un antecedente valioso para la solución del asunto, pues es una
verdad elemental que aunque la Constitución de dicho país no hace con respecto
a los extranjeros las referencias expresas y enfáticas de la Constitución
Nacional, no por eso aquéllos se encuentran allí menos protegidos que en nuestro
país, pudiendo invocar al efecto las enmiendas 5ª y 14ª que hacen inviolable la
propiedad tanto de los nacionales como de los que no lo son, pues todas las
personas son iguales ante la ley, como quedó establecido en el caso de los
Lavaderos Chinos de San Francisco, Yick Wo v. Hopkins, 118 U.S. 356.
El 13 de junio de 1942, cuatro saboteadores alemanes,
largamente entrenados en su país de origen para su labor, bajaron a tierra
desde un submarino alemán en las proximidades de Nueva York, llevando consigo provisiones
de explosivos, detonadores y dispositivos incendiarios. Otros cuatro
desembarcaron en la Florida el 17 de junio con iguales bagajes. Todos habían
sido instruidos para destrozar las industrias y objetos de utilidad bélica de
los Estados Unidos. Detenidos y sometidos a un tribunal militar, dedujeron un
recurso de “habeas corpus”. La Corte Suprema lo desestimó en definitiva, pero
declaró que ni la proclamación del Presidente instituyendo el tribunal militar,
ni el hecho de tratarse de enemigos extranjeros, obstaba a que los tribunales
de justicia examinaran el argumento de los recurrentes de que la Constitución y
las leyes constitucionales de los Estados Unidos prohíben, en sus casos, el
enjuiciamiento ante un Consejo Militar (J.A., 1943, IV, pág. 10, jurisprudencia
extranjera).
Se ha aducido también que el estado de guerra con
Alemania y Japón, declarado por el Gobierno Nacional no llegó a materializarse
por falta de operaciones militares en las cuales la República hubiera tomado
participación y que, en consecuencia, no cabía el ejercicio de los poderes
inherentes a ese estado. El argumento deriva del olvido de dos circunstancias
fundamentales: primero, el carácter ya indicado de las guerras modernas, que no
se reducen a la efusión de sangre en los frentes de combate, siendo por lo
contrario en ellas de capital importancia la lucha contra el espionaje, el
“sabotaje” y la penetración e infiltración del enemigo en las actividades
industriales y económicas, y el debilitamiento de lo que gráficamente ha sido
denominado el frente interno de un país y segundo, que la República, al
declarar la guerra y adherir al Acta de Chapultepec y posteriormente a la Carta
de las Naciones Unidas, —recientemente ratificadas por el Congreso— ingresó a
una comunidad de naciones que luchaba en todas las formas posibles con los
países del eje. Si la proximidad de la cesación de las hostilidades no dio
oportunidad o hizo innecesaria la participación en las mismas de las fuerzas
armadas de la República, ésta contribuyó al esfuerzo común con lo único que le
fue dado hacer: con la ayuda económica y con su cooperación en la eliminación
del poderío económico que servía o podía servir en el país y en América a los
fines del enemigo. Finalmente, las cláusulas generosas de nuestra Constitución
respecto de los extranjeros, sin la amplitud del proyecto de Alberdi, no pueden
ser invocadas por esos mismos extranjeros cuando por una declaración de guerra
se convierten en enemigos de la Nación, para impedir que ésta adopte con sus
personas y con sus bienes las medidas de seguridad que las circunstancias
exijan. Admitirlo en la época actual, con las características de la guerra
moderna, importaría tanto como trabar en forma insuperable el ejercicio de los
poderes de guerra del Gobierno Federal, permitiendo al enemigo infiltrarse en
nuestra economía, en nuestra capacidad industrial y en todo el esfuerzo de
guerra de la Nación y de sus aliados. Ninguna interpretación de los derechos
civiles o de la inviolabilidad de la propiedad puede llevarnos a semejante
conclusión. Derechos de que las personas gozan y que la Constitución garante
para propender al bienestar de la comunidad política, se habrían convertido así
en instrumentos de los enemigos de su existencia.
Por las precedentes consideraciones, se revoca la
sentencia recurrida de fs. 110; y, en consecuencia, se rechaza el interdicto de
recobrar la posesión deducido por la Merck Química Argentina sociedad anónima
contra el Gobierno de la Nación, con costas. — H. García Rams. — Carlos del
Campillo. — Carlos Herrera. — R. Villar Palacio (en disidencia). — J. A.
González Calderón (en disidencia).
Disidencia
Vistos y Considerando:
1° Es verdad, como se arguye en los apuntes
supletorios del informe “in voce”, presentados por el señor Sub-Procurador del
Tesoro, que esta Cámara, al resolver en febrero 13 próximo pasado el caso
Staudt y Compañía S.A. dijo: “La forma y manera como el Poder Ejecutivo, en
ejercicio de facultades privativas dé cumplimiento a los tratados
internacionales…, no pueden ser controladas por el Poder Judicial de la Nación
en la medida que se pretende, sin riesgo de quebrantar el fundamental principio
de la separación de los poderes del Estado, que han de actuar siempre
exclusivamente dentro de la órbita de sus respectivas atribuciones constitucionales”.
Al expresar así ese concepto primordial e informativo
de uno de los principios constitucionales más importantes y necesarios en
nuestro régimen político, esta Cámara, en las frases subrayadas, dejó a salvo
su atribución inalienable de examinar en cada caso si ocurren aquellas “francas
transgresiones” a que alude la Corte Suprema en su fallo del t. 170, pág. 246,
doctrina igualmente esencial que esta Cámara ha aplicado en diversas
oportunidades, al controvertirse el alcance o extensión de dichas facultades
privativas del Poder Ejecutivo.
2° Para resolver la cuestión “sub judice” bastaría,
quizás, transcribir los textos constitucionales invocados por la sentencia
apelada de fs. 110; pero es indispensable agregar a tales citas, desde luego,
las hermosas palabras del Preámbulo: cuando ofrece los beneficios de la
libertad civil “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres
del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. La Constitución es el
Estatuto Fundamental que rige en tiempo de paz y en tiempo de guerra,
sometiendo a su soberano imperio a todos los hombres, pueblo y gobernantes, y a
todas las cosas que hay dentro de la Nación, y ninguna de sus disposiciones
puede dejar de aplicarse cualesquiera sean las emergencias en que el país se
encuentre; norma interpretativa trascendental establecida por la Corte Suprema.
3° Es también indispensable tener muy presente para
resolver el caso de autos el art. 31 de la Constitución, donde se subordina la
validez de los tratados internacionales —como la de cualesquiera leyes— a la
supremacía de aquel estatuto máximo, preceptuándose así la superlegalidad del
mismo, lo cual impone a los jueces el deber inexcusable de mantenerla en todas
las circunstancias y en todos los tiempos. Aunque el Poder Ejecutivo haya
procedido a incautarse de los bienes de la “Sociedad Anónima Merck Química
Argentina”, actora, de conformidad con lo estipulado en los convenios y
acuerdos internacionales que se invocan por la parte demandada, y en ejercicio
de privativos poderes de guerra —todo lo cual impugna y niega aquélla— es de
lógica evidente —como dice el señor Juez “a quo”— que no podría contraerse un
compromiso internacional que no se ajustara a esos principios, pues ninguno de
los tres poderes del Estado puede exceder la órbita de atribuciones específicas
establecidas por la Constitución Nacional que les ha dado origen (fs. 114).
4° Según esa doctrina, la más acreditada en el derecho
público nacional, tanto internacional como interno, nunca podría prevalecer un
convenio o acuerdo entre nuestro Gobierno y otro u otros extranjeros sobre los
textos expresos de la Constitución, sobre las garantías individuales que
establece o sobre las limitaciones y prohibiciones a los poderes que ella
determina. Los llamados “poderes de guerra” del Presidente de la Nación no
pueden ser ejercidos con violación flagrante o disimulada de esos textos
expresos de la Constitución, ni quebrantando las garantías individuales, ni
ultrapasando las limitaciones o frustrando las prohibiciones a que obviamente
están condicionadas. “La forma y manera” como actúa el Presidente de la Nación
ejerciendo esas facultades, escapa al control judicial, como la Corte Suprema y
esta Cámara lo han dicho en los casos ya citados; pero si su consecuencia puede
ser una “franca transgresión” de la Ley Fundamental, violándose sus textos
expresos, quebrantándose garantías individuales, ultrapasándose las
limitaciones o frustrándose las prohibiciones a que obviamente están
condicionados, entonces sí que el Poder Judicial pone en juego su también
facultad privativa de mantener el imperio soberano de la Constitución (arts. 31
y 100).
5° En efecto, nadie puede ignorar la regla o la norma
interpretativa de derecho constitucional que estableció la Corte Suprema en el
clásico caso decidido por ella en 1877 (Fallos: tomo 19, pág. 231 y sgtes.),
Lino de la Torre, sobre recurso de “habeas corpus”: “El sistema de gobierno que
nos rige no es una creación nuestra. Lo hemos encontrado en acción, probado por
largos años de experiencia y nos lo hemos apropiado. Y se ha dicho con razón
que una de las grandes ventajas de esta adopción ha sido encontrar formado un
vasto cuerpo de doctrina, una práctica y una jurisprudencia que ilustran y
completan las reglas fundamentales y que podemos y debemos utilizar en todo
aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones peculiares” (pág.
236). En todo aquello que no hayamos querido alterar por disposiciones
peculiares; esto es, que los Constituyentes argentinos de 1853 no han copiado
la Constitución de Estados Unidos de 1787, sino que la adoptaron en parte y a
la vez se separaron de la misma en todo lo que creyeron necesario y
conveniente, auscultando la voluntad y los intereses de la Nación. Por eso la
misma Corte Suprema, algunos años después de haber establecido la regla o norma
interpretativa más arriba transcripta, dijo con especial acierto: “Si bien es
cierto que hemos adoptado un gobierno (sistema de) que encontramos funcionando,
cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo
es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél nuestras
instituciones son originales y no tienen más precedentes y jurisprudencia que
los que se establezcan en nuestros propios tribunales” (Fallos: t. 68, págs.
227-238; F. C. Central Argentino v. Pcia. de Salta, 1897).
6° Ha sido resuelto pues, por la Corte, como acabamos
de demostrarlo, la conocida polémica entre Sarmiento y Alberdi; de si la
Constitución Argentina es un calco de la norteamericana, o si es enteramente
original. Los dos fallos de la Corte que aquí se citan, despejan toda duda
acerca de la improcedencia e inoportunidad de invocar precedentes, doctrinas o
jurisprudencia de Estados Unidos para interpretar la Constitución Argentina en
materias o puntos que ésta encara y resuelve con evidente originalidad. Y desde
luego, no puede olvidarse que nuestra Ley Fundamental y Suprema tiene una
raigambre humanista, democrática y liberal en el pasado histórico, que no ha
tenido su modelo. La Constitución Argentina —como lo dijo el diputado Juan
María Gutiérrez en el Congreso Constituyente de 1853, donde fue miembro
informante del proyecto— “no es una teoría”, “es el pueblo, es la Nación
Argentina hecha ley, y encerrada en ese código que encierra la tiranía de la
ley, esa tiranía santa, única, a que todos los argentinos nos rendiremos
gustosos”.
7° Ya desde el Preámbulo magnífico que la precede se
advierten ciertas diferencias profundas entre ambas, y, empezando por esa
solemne declaración de propósitos esenciales, se destaca inconfundiblemente la
originalidad de nuestra Constitución y el designio manifiesto de separarse de
su modelo que tuvieron sus ilustres autores. Al ofrecer los beneficios de la
libertad para ellos, para su posteridad “y para todos los hombre del mundo que
quieran habitar en el suelo argentino”, sus nobles intenciones se trasuntan en
sus muchas cláusulas o preceptos que tienen el sello inconfundible de su
argentinidad. No es éste el lugar adecuado para demostrarlo irrefutablemente.
Bastaría con recordar su art. 16: todos los habitantes son iguales ante la ley.
Su art. 17: “la confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código
Penal argentino”; acerca del cual dice Joaquín V. González: “Fruto de la
crueldad y de la ignorancia antiguos sobre los verdaderos derechos de la
personalidad humana, esta pena, que en sus orígenes importaba la muerte civil,
sirvió a los gobiernos despóticos para perseguir a los hombres y enriquecer al
Fisco a expensas de la fortuna privada. De su carácter de pena para los delitos
comunes, pronto fue convertida en medio de venganzas y represalias contra los
verdaderos o supuestos reos de delitos políticos, y convertido en un odioso
instrumento de opresión y de injusticia. Al suprimirla de nuestras leyes, la
Constitución era consecuente con su sistema de garantías y derechos que
dignifican la persona, la cual no responde de sus faltas sino ante Dios y ante
los hombres mismos que ha perjudicado u ofendido con ellas, y en la medida que
los jueces, según la ley, determinan, al mismo tiempo que se reparaba una serie
de actos dictados por los gobiernos de desorden o de barbarie de nuestro
pasado, especialmente el del tirano Rosas, que hizo de la confiscación un
recurso ordinario contra los amigos de la libertad, que él encarcelaba o
mandaba fusilar, o se expatriaban” (“Manual de la Constitución Argentina”, ed.
1897, pág. 139).
8° El art. 20 comprueba una vez más la originalidad de
nuestra Constitución tan luego en el punto relativo a los derechos y garantías
de que gozan los extranjeros, y es bien sabido que por tales debe entenderse a
las personas y a las corporaciones, “compañías civiles y comerciales”; gozan en
el territorio de la Nación de los mismos derechos civiles del ciudadano; pueden
ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y
enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y
casarse conforme a las leyes”. Y por si ésta enumeración no fuera
suficientemente explicativa, ahí está el art. 14, que reconoce los allí mencionados
derechos a “todos los habitantes de la Nación conforme a las leyes que
reglamenten su ejercicio”; con la salvedad respecto de esas últimas del art.
28: “Los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores
artículos no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”.
Este artículo es otra originalidad del texto constitucional argentino, y la más
grande, la más notable es el art. 29, que encierra la garantía máxima de la
libertad civil y de todos los derechos que la integran: “El Congreso no puede
conceder al Ejecutivo Nacional, ni las legislaturas provinciales a los
gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder
público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o
las fortunas de los argentinos queden a merced de gobierno o persona alguna”,
etc.
9° Alberdi, trasmitiendo (aunque con cierta
exageración) a los textos de su proyecto de Constitución nuestra tradición
humanista y generosa para con los extranjeros, redactó su capítulo III bajo el
epígrafe de “Derecho público deferido a los extranjeros”, cuyo artículo
pertinente (21) decía: “Gozan de estas garantías sin necesidad de tratados, y
ninguna cuestión de guerra puede ser causa de que se suspenda su ejercicio”, agregando
en otro texto (art. 22): “La Constitución no exige reciprocidad para la
concesión de estas garantías en favor de los extranjeros de cualquier país”; y
además (art. 23): “Las leyes y los tratados reglan el ejercicio de estas
garantías, sin poderlas alterar ni disminuir”.
10° La Corte Suprema de la Nación, cuando la
integraban nada menos que dos de los ilustres autores de la Constitución,
Salvador María del Carril y José Benjamín Gorostiaga, declaró que “en la guerra
terrestre son inviolables los bienes muebles de particulares, y mucho más si
pertenecen a neutrales” (caso de Félix Delfino contra Ramón Ferrando, sobre
presa bélica; t. 4, pág. 50). Y un mes y pico después, resolviendo otro caso de
presa, estableció la distinción necesaria entre mercaderías o artículos
inocentes y los que no lo son, aplicándose en el primer supuesto “las reglas de
la expropiación” por causa de utilidad pública y no las que rigen la preención
(incautación) que reconoce el derecho de gentes (Fallos: t. 4, págs. 235-246).
11° Se arguye con “el estado de guerra” y con “los
poderes de guerra del Ejecutivo”. Respecto de aquél cabe observar que debe ser
real, efectivo y actual para que los segundos puedan entrar en función
lícitamente. “La paz y la guerra no pueden existir juntas; las leyes de la paz
y de la guerra no pueden obrar a un mismo tiempo; los derechos y procedimientos
de los tiempos pacíficos son incompatibles con los de guerra” (W. Whiting,
“Poderes de guerra”, trad. de G. Rawson, pág. 72). Y el autor citado afirma más
adelante (pág. 766) que los referidos poderes “cesan cuando la guerra acaba;
deben ser usados en la propia defensa y deben dejarse a un lado cuando la
ocasión ha pasado”.
12° Como acabamos de hacerlo notar, de manera
categórica, no está permitido traer al debate judicial, sin mayores
precauciones, los precedentes, la doctrina y la jurisprudencia de los Estados
Unidos para resolver un caso que debe decidirse a la luz del derecho público
definidamente argentino, aplicándole los precedentes, la doctrina y la jurisprudencia
originales del país. Bien se sabe que en Estados Unidos la Corte Suprema, no en
los muy pocos casos que se citan vulgarmente sino en por lo menos veinte más,
ha reconocido la amplitud de los poderes de guerra del Presidente y la facultad
gubernamental para incautarse de los bienes del enemigo, sean inmuebles,
muebles, valores, etc. Desde el antiguo caso de “Brown versus United States” (8
Cranch, 504-520, decidido en 1814) hasta los más recientes, podría citarse una
larga serie de casos en ese sentido: “Miller v. United States”, 11 Wallace,
268, 305, en 1871; “Page v. United States”, 20 L. ed., 135-153, en 1871;
“Storch v. Wallace and Garvan”, 255 U.S., 239-251 (65 L. ed., 604-614) en 1921;
“Sutherland v. Mayer et alt., 271 U.S., 272-297 (79 L. ed. 943-955) en 1926;
“Cummings v. Deutsche Bank und Disconto-Gesells-chatt”, 300 U.S., 115, 124 (81
L. ed. 545-552) en 1937; “United States of América v. Chemical Foundation”, 272
U.S., 1-21 (71 L. ed., 131-145) en 1926; “Central Union Trust Company of New
York v. Garvan”, 254 U.S., 554-569 (65 L. ed., 403-409) en 1921; “United States
v. Machintosh”, 283 U.S., 605-635 (75 L. ed. 1302-1316) en 1931; “Woodwon v.
Deutsche Gold and Silver Scheideaustalf Wormals Roessler”, 292 U.S., 449-455
(78 L. ed., 1357-1361) en 1934; “Benh Meyer and Company v. Miller”, 266 U.S.,
457-475 (69 L. ed., 314-328) en 1925; “Chemical Foundation et alt. v. Du Pont
de Nemurs and C° et alt.”, 283 U.S., 152-163 (75 L. ed., 919-925) en 1931;
“Banco Mejicano de Comercio e Industria et. alt. v. Deutsche Bank et alt., 263
U.S., 591-603 (68 L. ed., 465-469) en 1924; “Hirabayashi v. United States of
America”, 320 U.S., 81-114 (87 L. ed., 1174-1792) en 1943; y algunos más de las
Cortes Federales de Circuito. Pero todos estos casos se basan o bien en
precedentes y doctrinas peculiares al derecho anglo-americano, o bien y más
especialmente en la legislación propia sancionada por el Congreso a partir de
la “Ley originaria sobre el comercio con el enemigo”, de octubre 6 de 1917
(cap. 106, 40 Stat. at. Large, 116), modificado en parte por la ley del 5 de
junio de 1920 (cap. 241, Stat. at. 977) y posteriormente por otra ley de marzo
4 de 1923 (cap. 285, Stat. at. L. 1511-1513).
Finalmente, es preciso hacer notar que todos esos
casos, tanto los más antiguos como los más modernos han surgido en la plenitud
de un estado de guerra real y efectivo, o han sido consecuencias forzosas del
mismo, estado que, como es público y notorio; no ha existido entre la República
Argentina y Alemania y el Japón, sino como acto declarativo, al extremo de que
aún a pesar de ello, el propio Gobierno “de facto”, por decreto del 1° de junio
ppdo. (“Boletín Aeronáutico Público”, N° 174, pág. 835, de 18 de julio último),
ha resuelto que no se compute doble el tiempo de servicio prestado por los
componentes de las fuerzas armadas del país por causa de aquel estado de guerra
con los países mencionados, por no justificarse.
13° En lo que concierne a la argumentación del señor
representante del Gobierno con los acuerdos internacionales, que invoca en
ambas instancias, es oportuno observar:
1° Que es elemental, ciertamente, que si bien los
Tribunales no pueden juzgar del acierto, necesidad o conveniencia de una medida
de guerra tomada por el Poder Ejecutivo, durante la guerra, ni determinar el
alcance o modo en que la guerra es conducida, es también elemental que,
concluida la guerra y controvertida en juicio la constitucionalidad de tal
medida en cuanto afecte derechos y garantías individuales, los jueces tienen
facultad bastante para conocer y decidir “en todas las causas que versen sobre
puntos regidos por la Constitución, y por las leyes de la Nación, con la
reserva hecha en el inc. 11 del art. 67; y por los tratados con las naciones
extranjeras” (Constitución Nacional, art. 100). No puede olvidarse que uno de
los grandes propósitos de los Constituyentes, declarado con énfasis en nuestro
Preámbulo, es “afianzar la justicia”.
2° Que el art. 27 de la Constitución establece que “el
gobierno federal está obligado a afianzar sus relaciones de paz y comercio con
las potencias extranjeras por medio de tratados que estén en conformidad con
los principios de derecho público establecidos por esta Constitución”; y es
sabido que entre esos “principios de derecho público establecidos por esta Constitución”,
son esenciales: la igualdad ante la ley, proclamada en el art. 16; el derecho
de trabajar y ejercer toda industria lícita; el de asociarse con fines útiles;
el de propiedad, etc., etc., con las garantías consiguientes (arts. 14, 20 y
concordantes).
3° Que, de acuerdo con el art. 31 de la Constitución,
ningún tratado o parte del mismo, puede tener validez si no es congruente con
ella. Uno de los objetos de la justicia nacional —preceptúa el art. 3° de la
ley federal N° 27 (septiembre 14 de 1862)— “es sostener la observancia de la
Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda
disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales que estén en
oposición a ella”.
14° Es necesario insistir en afirmar que un tratado, o
parte del mismo, no puede prevalecer sobre “los principios de derecho público
establecidos por la Constitución” (art. 27). La Corte Suprema de Estados
Unidos, en una larga serie de casos, así lo ha decidido. Ha llegado a decir que
“un tratado puede prevalecer sobre una ley anterior del Congreso (Foster v.
Neilson, 2 Peters, 314), y una ley del Congreso puede prevalecer sobre un
tratado anterior (Taylor v. Norton, 2 Curtis, 454; The Clinton Bridge, 1 Woolw,
155). Pero el caso en que la Corte Suprema ha desenvuelto en toda su amplitud
la tesis de la prioridad de la Constitución y aún de leyes federales,
posteriores a los tratados, fue el conocido con el nombre de “The Chinese
exclusión case”, resuelto en mayo 13 de 1889 (Chae Chan Ping v. United States,
130 U.S., 582-611; conf. 143 U.S., 578; 149 U.S., 706-720-723, etc.).
La misma doctrina es enteramente aplicable ante el
texto constitucional argentino. El orden de prioridad entre la Constitución
federal, las leyes sancionadas por el Congreso en consecuencia de ella y los
tratados internacionales, está inequívocamente establecido en el art. 31, como
lo está en el art. 4° segundo apartado, de la Constitución norteamericana.
Sostener la tesis contraria valdría tanto como sostener que la Constitución
puede ser modificada por el Congreso y el Presidente, no obstante que su art.
30 dispone que únicamente puede serlo por una convención reunida para ese
objeto.
15° La “Academia de Derecho y Ciencias Sociales” de
esta Capital, con su alta autoridad, ha considerado especialmente este punto el
año próximo pasado, con motivo de una consulta oficial sobre el nombramiento de
un Juez para la Corte Internacional de Justicia. En su dictamen de noviembre 9,
la Academia dice: “Es necesario recordar que hay una opinión argentina, en
contra de esa prevalencia del derecho internacional sobre el derecho
constitucional interno, no admitiéndose lo que entonces se llamaba “las bases
fundamentales del derecho internacional”, que también habían sido votadas en la
reunión del Instituto de Derecho Internacional Europeo, realizada en Nueva
York, en 1929″. Y más adelante agrega la Academia: “Los tratados
internacionales son, pues, y serán siempre, una parte de la Ley Suprema de la
Nación (art. 31 Constitución Nacional) cuando ellos armonicen con la
Constitución Federal. Los tratados no son ley suprema de la Nación por sí
mismos sino en conexión con la Constitución, ha dicho un excelente autor, A. H.
Putuey”. Y concluyen haciendo notar que “si se necesitara una prueba de que la
prevalencia del derecho internacional sobre el interno y constitucional puede
ser una aspiración, pero no es en modo alguno un derecho consagrado, aún dentro
del cuadro de tendencias que ha inspirado la Conferencia de San Francisco y la
Carta de las Naciones Unidas, resulta del voto y la recomendación que consta en
el Acta final de la Conferencia Interamericana de México, en la sesión plenaria
del día 6 de marzo de 1945. Dice así: “N° XIII. Incorporación del derecho internacional
de las legislaciones nacionales… resuelve: proclamar la necesidad de que todos
los Estados se esfuercen por incorporar en sus constituciones y demás leyes
nacionales las normas esenciales del derecho internacional”; y procede observar
que ninguna norma de derecho internacional puede ser más esencial que un
tratado con su contenido específico.
16° Es preciso insistir ahora en la procedencia del
interdicto que motiva esta causa. Si bien es verdad que en el anteriormente
citado caso “Staudt y Cía. S.A. Comercial v. Gobierno de la Nación”, resuelto
por esta Cámara en febrero 13 de 1946, y en otros análogos, se resolvió no
hacer lugar a las medidas de no innovar que se pidieron en los respectivos
interdictos de “mantener o retener la posesión”, por las razones que entonces
se expusieron por este Tribunal, no puede dudarse de que en el caso “sub
judice” la situación es distinta completamente, pues se trata de la acción de
despojo, legislada en el art. 2490 del Cód. Civil. En aquellos casos de Staudt
y otros iguales pudo rechazar la Cámara las medidas de “no innovar” por la
sencilla razón de que no se conceptuaba capacitada —y legalmente no lo estaba—
para obstaculizar, demorar o impedir la acción del Poder Ejecutivo, que
invocaba compromisos internacionales y la necesidad de proceder con urgencia.
Como lo dice con acierto el señor Juez “a quo” en su sentencia de fs. 110, “las
medidas de seguridad relativas a bienes que se reputan en manos de enemigos,
han sido oportunamente adoptadas por nuestro Gobierno, como lo hace constar su
representante en este juicio al relacionar los distintos actos gubernativos
realizados al efecto… Las medidas de seguridad tomadas, agrega, eran, pues,
bien estrictas, y ninguna razón de emergencia o de necesidad podría así
justificar la ocupación de los bienes de la empresa y la consiguiente
desposesión de sus propietarios, con prescindencia de todo procedimiento e
intervención judicial. El procedimiento directo seguido por el Poder Ejecutivo
es violatorio de la garantía de inviolabilidad de la propiedad que consagra el
art. 17 de la Constitución Nacional”.
17° La acción aquí deducida tiene por objeto
precisamente recuperar una posesión que la actora ha perdido: “El interdicto de
recobrar, como el de despojo, se acuerdan para obtener la restitución de la
posesión” —dice el profesor doctor Hugo Alsina en su “Tratado teórico-práctico
de derecho procesal civil y comercial”, t. III, pág. 477, párrafo 23). Y añade:
“Se distingue, pues del interdicto de retener en que en éste el actor conserva
la posesión y su objeto es hacer cesar los actos de turbación; en cuanto la
posesión se pierde el interdicto de retener no procede y deberá entonces
deducirse el de recobrar”. En el presente caso, habiendo probado el demandante
su posesión, el despojo y el tiempo en que se cometió, una vez sustanciada la
causa “el demandado (Gobierno de la Nación) debe ser condenado a restituir el
inmueble con todos sus accesorios, con indemnización al poseedor de todas sus
pérdidas e intereses y de los gastos causados en el juicio, hasta la total
ejecución de la sentencia” (Código Civil, art. 2494).
18° La Corte Suprema de la Nación, pronunciándose
respecto de un llamado entonces “recurso de amparo” de la propiedad, dejó
establecido que “ni las constituciones ni las leyes pueden autorizar la
privación de la propiedad privada en otra forma que la establecida por el art.
17 de la Constitución que es la ley suprema del país”. A este principio no
puede oponerse la circunstancia de haberse realizado el hecho como acto de
gobierno o con fines de interés general, desde que tales motivos no pueden
autorizar a los poderes públicos a disponer de la propiedad de los
particulares, sino en los casos y con los requisitos establecidos en el art. 17
de la Ley Fundamental de la Nación”. Y ha agregado: “que las disposiciones
constitucionales establecidas en garantía de la vida, la libertad y la
propiedad de los habitantes del país, constituyen restricciones establecidas
principalmente contra las extralimitaciones de los poderes públicos” (Fallos:
t. 145, pág. 367; t. 141, pág. 65; t. 138, pág. 71; t. 146, pág. 110 y otros,
t. 174, pág. 178. Fatigoso sería mencionar uno por uno los numerosos fallos de
la Corte Suprema donde el alto Tribunal ha reafirmado esta importante y
necesaria doctrina constitucional; pueden verse, entre otros: tomo 41, pág.
384; tomo 146, pág. 170; tomo 118, pág. 402; tomo 119, pág. 158; tomo 121, pág.
391; tomo 124, pág. 348; tomo 135, pág. 92; tomo 141, pág. 165; tomo 142, pág.
212; tomo 144, pág. 386; tomo 158, pág. 231; tomo 149, pág. 41.
Por estos fundamentos y los concordantes de la
sentencia apelada de fs. 110, se la confirma, con costas. —R. Villar Palacio.
—J. A. González Calderón.
Bs. Aires, junio 9 de 1948.
Y vistos los autos caratulados “Merck Química
Argentina v. Gobierno de la Nación sobre interdicto”, en los que se ha
concedido el recurso extraordinario a fs. 165; y
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en el hecho de
que la sentencia de la Cámara Federal de la Capital que rechazó la acción promovida,
al convalidar judicialmente los actos emanados del Poder Ejecutivo en
cumplimiento de diversos decretos-leyes y en especial los números 6948/45,
7035/45, 10.935/45 y 11.599/46 con referencia a la vigilancia, incautación y
disposición de la propiedad enemiga, ha consentido la desposesión arbitraria de
los bienes afectados por actos irritantes del gobierno de facto que, en resumen
y frente a las disposiciones de la Constitución Nacional, los tratados
internacionales a los cuales antes de ahora se ha adherido la República y a
toda la tradición histórica argentina, comportan flagrante violación tanto de
los propósitos fundamentales perseguidos en el Preámbulo de la Constitución,
como del derecho de propiedad y garantía de la defensa en juicio, sin perjuicio
todo ello, de la errónea y peligrosa extensión de facultades que a través de
doctrina y jurisprudencia extrañas a nuestras instituciones e inaplicables por
ende en el derecho público argentino, transforma los poderes de guerra en un
peligroso instrumento de discrecionalismo antijurídico.
Que con igual objetivo reparador sostiénese, además,
con abundantes argumentos extraídos de distintas prescripciones locales o
normas internacionales de arraigo en el país o bien referidos a la inexistencia
de un estado de guerra real y efectivo, que el P.E. dispuso por sí, con total
prescindencia de la actora y de la vía legal o los procedimientos judiciales
del caso y equiparables en cierta medida a los indicados en la expropiación
forzosa contemplada en el artículo 2512 y concordantes del Código Civil, la
liquidación a raíz del retiro de la personería jurídica de la apelante, de los
bienes que constituían el haber de esta última, bienes que el P.E. había
sometido a contralor primero y ocupación después, aduciendo que la sociedad
propietaria hallábase vinculada a países con los cuales la República estaba en
guerra. Y como el interdicto con que la sociedad “Merck Química Argentina” se
proponía obtener el remedio de lo que consideraba un despojo, fue rechazado en
segundo instancia por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus
ulterioridades entre las cuales se encuentra la liquidación mencionada,
constituyen el ejercicio de los poderes de guerra que por su naturaleza no son
susceptibles de ser sometidos al contralor judicial, el rechazo de la acción
importa según la recurrente, la privación de su propiedad sin forma alguna de
juicio y contraria por consiguiente a las expresas garantías acordadas en los
arts. 17, 18 y 95 de la Const. Nacional.
Que planteado así, en términos generales, el recurso
extraordinario traído a conocimiento y decisión de esta Corte Suprema, cabe
señalar en primer término, que cualesquiera pudieran ser los defectos con que
el juicio ha sido iniciado y proseguido —por confusión de la acción posesoria y
petitoria— lo cierto es que, admitido el recurso por entenderse que los actos
del P.E. comportaban menoscabar principalmente el derecho de propiedad, el caso
cae dentro de las disposiciones del art. 14 de la ley n° 48.
Que por lo tanto, tomando en consideración las
alegaciones y agravios expresados por la parte actora y a mérito de los
fundamentos y conclusiones a que arriba el fallo apelado corriente de fs. 126 a
144 vta., el presente recurso se circunscribe principalmente a decidir, si el
ejercicio de los poderes de guerra por parte del órgano de gobierno investido
de tales atribuciones por la Constitución Nacional —en el caso, el Presidente
de la República— está o puede estar fuera de la intervención de los tribunales
de justicia, cuando como en el sub-lite y al invocarse las garantías civiles
reconocidas indistintamente a todos los habitantes de la Nación, se requiere el
amparo judicial a fin de proteger o restablecer el goce de los derechos
individuales presuntivamente vulnerados en ocasión del ejercicio de los
mencionados poderes de guerra. No otra cosa importan las diversas
articulaciones traídas al debate que, en síntesis de todas ellas, concentran en
el condicionamiento del ejercicio de los poderes de guerra todos y cada uno de
los capítulos de impugnación a la sentencia recurrida.
Que a los efectos de resolver, pues, sobre el punto
debatido como esencial y alrededor del cual giran las demás cuestiones
incidentales introducidas en el extenso memorial de agravios agregado a fs. 171
a 238 de estos autos, corresponde dejar establecido en primer término que,
cualquiera fuere la inteligencia o alcance que se pretenda asignarles, no cabe
discusión alguna sobre la existencia y preexistencia de tales poderes de
guerra, por cuanto los principios rectores de que están informados en mira a la
salvaguardia de la integridad e independencia nacional o salud y bienestar
económico-social que significan uno de los objetos primarios de toda sociedad
civil (“El Federalista”, número XLI), son forzosamente anteriores y, llegado el
caso, aun mismo superiores a la propia Constitución confiada a la defensa de
los ciudadanos argentinos (art. 21) y cuya supervivencia futura con más la
supervivencia y plenitud de todos los beneficios que ella acuerda o protege,
queda subordinada a las alternativas del estado de guerra defensiva al cual el
país puede encontrarse avocado en cualquier momento.
Que por análogas causales de excepcionalidad
manifiesta pero no por ello imprevista, puesta por tanto al servicio
irrenunciable de la custodia en todos los terrenos de la independencia y
soberanía nacional que descansa sobre una inmutable base histórico-militar,
geográfica, social, ética y política que constituye la más preciada e
indiscutible razón de ser de la nacionalidad, es de todo punto innegable tanto
el absoluto derecho del estado para recurrir a la guerra cuando la apremiante
necesidad de ella conduce fatalmente a tales extremos, como el derecho a
conducirla por los medios indispensables que las circunstancias lo impongan y sin
más limitaciones que las que en ese estado de emergencia pudiera haberle
impuesto la Constitución o los tratados internacionales en plena vigencia.
Que, considerado así, es notoriamente evidente que el
Estado y, en su delegación constitucional, el órgano político munido
constitucionalmente de las expresas atribuciones para hacer efectiva la defensa
de los supremos intereses de la Nación es, en principio, el único árbitro en la
conducción de la guerra promovida en causa propia.
Que fluye de todo lo expresado anteriormente que, el
acto de autoridad y soberanía mediante el cual un país entra en guerra con las
modalidades que le ha impreso el complejo arte militar moderno, muy diferente
por cierto al que se practicaba al tiempo de la sanción de nuestra Carta Fundamental,
faculta a los órganos de gobierno que deban conducirla ejecutiva o
legislativamente, a prever y realizar todo lo necesario y que no esté expresa e
indubitativamente prohibido en esa materia por su propia legislación, a
realizar cuanto fuese indispensable hasta donde lo permitan y hasta obliguen
las necesidades militares y los intereses económico-políticos conexos con
aquéllas, acechada como puede estar la Patria, por la conjunción del esfuerzo
bélico-financiero del enemigo dispuesto no sólo a aniquilar los efectivos
militares, las reservas económicas, las fuentes de producción local, las vías
de comunicación aéreas, marítimas y terrestres y su mismo comercio interior o
exterior, sino también, a usar alevemente los recursos introducidos o mantenidos
o controlados subrepticiamente en el país llevado a la guerra, como igualmente,
a acrecer mediante esos mismos recursos en poder o a la orden aparente de
particulares o asociaciones obrantes pérfidamente como presta-nombres, las
fuentes de su potencialidad y capacidad de resistencia en todos los frentes
internacionales en que la contienda pueda extenderse.
Que a mérito de este mismo razonamiento, ajustado por
otra parte a la realidad circundante en las últimas conflagraciones
universales, puede afirmarse que si bien y en la superficialidad aparente de
los hechos el fin no justifica los medios o que la victoria no da derechos como
enfáticamente lo tiene proclamado la República desde tiempo atrás y ha sido
objeto de especial invocación por la recurrente, ello no puede traducirse en un
renunciamiento total que coloque a la Nación en el camino de su derrota, su
desmembramiento interno y su desaparición como entidad soberana. La realidad
jurídica no puede prescindir de la realidad de la vida, que es la que explica
la razón de su organización política y flexibiliza o adapta la letra de sus
instituciones básicas. De allí que, la generosidad y el hondo humanismo de que
están impregnadas las doctrinas argentinas, no pueden convertirse en el
instrumento de su perdición, frente a cualquier enemigo que practique doctrinas
opuestas, fundamentadas en el derecho de la victoria.
Que prescindiendo de los antecedentes patrios y las
probables fuentes de los ensayos locales, tampoco es posible desconocer que
tanto las cláusulas 21, 22 y 23 del art. 67 de la Constitución, como sus
concordantes consignadas en los incisos 15, 16, 17 y 18 del art. 86 de la
citada Constitución, que reconocen en la diversidad o complementación o
compenetración de atribuciones los poderes de guerra de cada una de esas ramas
del gobierno nacional, han sido trasladadas casi al pie de la letra o por lo
menos con identidad de propósitos, de análogas o parecidas prescripciones
adoptadas por la Constitución Federal de los Estados Unidos de Norte América
(art. I, sec. 8, cláusulas 10, 11, 12, 13, 14 y 15; y art. II, sec. 2, inc.
1°). Por cuya razón y sin caer por esto dentro de la clásica polémica entre
Alberdi y Sarmiento acerca del valor o la obligatoriedad de la doctrina y la
jurisprudencia de aquel país, tal como ha sido insinuado en autos, no sería
empero prudente subestimar los valiosos elementos de interpretación y
aplicación que allí sirvieron para quilatar el alcance de los preceptos
constitucionales relacionados con los poderes de guerra.
Que a ese mismo respecto y si bien como se ha hecho
expreso mérito en la litis, esta Corte Suprema tiene dicho en cuanto a la
importancia y practicidad de la doctrina y la jurisprudencia norteamericana,
que “…podemos y debemos utilizar en todo aquello que no hayamos querido alterar
por disposiciones peculiares” (Fallos: 19, 231) o más terminantemente aun:
“…cuyos precedentes y cuya jurisprudencia deben servirnos de modelo, también lo
es que en todo lo que expresamente nos hemos separado de aquél (modelo),
nuestras instituciones son originales y no tiene más precedentes y
jurisprudencia que los que se establecen en nuestros tribunales” (Fallos: 68,
227), igualmente no es menos cierto que por ajustada adopción de esta doctrina
de la Corte, frente al silencio que guardan las respectivas actas del Congreso
General Constituyente de 1853 (sesiones del 28 y 29 de abril), el laconismo del
texto constitucional y la inadecuada jurisprudencia federal argentina al caso
de autos que para otras circunstancias o soluciones se registra en los fallos
que han sido citados por la parte actora, la raíz y la orientación originaria
de nuestros poderes de guerra, autorizan a recurrir a aquellas únicas fuentes
interpretativas, tanto más, cuanto que las sucesivas guerras en que se ha visto
envuelta aquella nación desde los albores de su independencia hasta nuestros
días —que implican por consiguiente la conducción de la guerra dentro de los
viejos y de los nuevos principios auspiciados o estructurados por el Derecho
Internacional— le han permitido elaborar una constante doctrina adaptable a
todas las naciones americanas que en esa parte, siguieron casi exclusivamente
aquel modelo y que en ausencia de una doctrina estable condicionada a las
necesidades de la guerra moderna, encuentran en aquellos antecedentes, una
inapreciable guía de esclarecimiento para resolver sus propios y casi novedosos
problemas bélicos.
Que, entendido así, carece de importancia práctica
discutir acerca de si los poderes de guerra de que está investido el Presidente
de la República (inc. 18 del art. 86 de la Const. Nacional), encuentran su
fuente y fundamento y hasta la medida de la extensión de los poderes de guerra
en el precitado inciso, por cuanto y como se ha expresado precedentemente, esos
poderes son anteriores y aun superiores a la propia Constitución que debió ser
consecuente consigo misma y con la defensa de su intangibilidad frente a la
amenaza enemiga, tanto, que reconociéndolo implícitamente así, se ha
circunscripto a encomendar esa defensa y la conducción de la guerra tendiente a
tales fines e inseparable como es obvio de la defensa de la independencia
nacional, al Presidente de la República como comandante en jefe que es a su vez
de todas las fuerzas de mar y tierra de la Nación (art. 86, inc. 15), dejando
librado a su mejor acierto la forma y los medios más convenientes para
salvaguardar exitosamente los sagrados intereses de la República, comprometidos
en cualquiera de los terrenos en que la guerra de cada tiempo puede incidir
peligrosamente sobre la vitalidad de la Patria.
Que por idénticas consideraciones es que Story, al
comentar como tratadista e interpretar como juez de la Corte Suprema de los
Estados Unidos la pertinente cláusula constitucional semejante a la argentina,
aun cuando ubicada en distinto lugar del texto, ha expresado desde aquella
remota época, que el “poder de declarar la guerra incluye todas las demás
facultades incidentales al mismo y las necesarias para llevarla a efecto. Si la
Constitución nada hubiese dicho respecto a cartas de marca o capturas, no
hubiera limitado por ello el poder del Congreso. La autoridad de conceder
cartas de marca y represalia y de reglamentar capturas, son ordinarios y
necesarios incidentes del poder de declarar la guerra. Sin aquéllas, éste sería
totalmente inefectivo” (in re Brown v. United States; 8, Cranch, 110).
Que, por lo demás, y según ha sido recordado en la
sentencia apelada, no ha de suponerse que la doctrina imperante en los Estados
Unidos sobre preceptos constitucionales que inequívocamente sirvieron de fuente
para las instituciones argentinas referentes a la guerra, carece de otros
antecedentes jurisprudenciales no menos precisos en el mismo sentido. Muy por
el contrario y sin entrar en la transcripción parcial y análisis de todos los
casos ocurridos, baste decir que aquella doctrina comenzó a estructurarse con
anterioridad a la Constitución Federal —in re Ware v. Hylton, 3 Dallas, 199—,
fue reiterada más tarde en Fairfax v. Hunter, 7 Cranch. 603; en Prize Cases, 2
Black, 635; en Metropolitan Bank v. Van Dyck, 27 N. Y. 400; e in re Kneedler v.
Lane donde se adujo también, que “el poder de declarar la guerra, presupone el
derecho de hacer la guerra. El poder de declarar la guerra, necesariamente
envuelve el poder de llevarla adelante y éste implica los medios. El derecho a
los medios, se extiende a todos los medios en posesión de la Nación” (45, Penn,
238; S.C. 3 Grant, 465).
Que ya entrando en un período de evolución más próxima
a la reacomodación de los conceptos o principios fijados por el Derecho
Internacional de la última mitad del siglo XIX, en el cual podría presumirse la
atenuación a que Marshall se había referido en 1814, la Corte Federal no
solamente reeditó la anterior doctrina, sino también subrayó especialmente la
legitimidad de la apropiación de los bienes enemigos radicados dentro o fuera
del país, legitimidad que de acuerdo al fallo dictado, no podía ser cuestionada
judicialmente por aplicación de las disposiciones preceptuadas en las Enmiendas
V y VI ratificadas en 1791 y, por lo tanto, no cabía en forma alguna la
intervención de los jurados o el funcionamiento del debido proceso legal para
resolver sobre la justicia de la desafectación de la propiedad enemiga.
Que más concretamente todavía, en este último caso, se
dejó explícitamente sentado que “la Constitución confiere expresamente poder al
Congreso para declarar la guerra, otorgar cartas de marca y represalia y dictar
leyes respecto a las capturas en tierra y mar. Ninguna restricción está
impuesta al ejercicio de estos poderes. Por supuesto que el poder de declarar
la guerra envuelve el poder de proseguirla por todos los medios y en cualquier
manera en la cual la guerra pueda ser legítimamente proseguida. Incluye, por
consiguiente, el derecho de secuestrar y confiscar toda propiedad de un enemigo
y disponer de ella a voluntad del captor. Este es y ha sido siempre un
indudable derecho del beligerante. Si hubiera cualquier incertidumbre respecto
a la existencia de tal derecho, tendría que ser desechada por el expreso
otorgamiento de poder para dictar reglas relativas a las capturas en tierra y
agua” (Miller v. United States, 11. Wallace, 268-231).
Que independientemente de aquellos precedentes
jurisprudenciales y frente a las contingencias de las dos últimas grandes
contiendas universales del presente siglo que arrastraron igualmente a aquella
nación a una guerra integral cumplida en todos los terrenos militares y
económicos, la Corte Federal mantuvo y amplió merced a leyes de emergencia
dictadas por el Congreso, la doctrina ya expuesta precedentemente, doctrina que
en los aspectos más esenciales ha sido motivo de examen y aplicación en el
fallo apelado de la Cámara Federal, por lo que se hace innecesario referirse
aquí y en particular a los casos allí citados, como también, a los que
coincidentemente con aquella misma doctrina se recuerdan en el voto de la
disidencia.
Que, por lo tanto, en términos generales, y de acuerdo
a la doctrina y jurisprudencia norteamericanas presentes y pasadas, se
desprende sin mayores dificultades, que los poderes de guerra pueden ser
ejercitados según el derecho de gentes evolucionado al tiempo de su aplicación
y en la medida indispensable para abatir la capacidad efectiva y potencial del
enemigo, ya en el propio territorio nacional hasta el cual lleguen a asentarse
pública o encubiertamente los medios ofensivos económico-militares del enemigo
o en el lugar o lugares que las exigencias de la guerra los señale como de
estricta necesidad, a juicio del conductor de la guerra.
Que ello no obstante, habiéndose argüido y hasta aceptado
parcialmente, que todos aquellos precedentes se explican en un país que
entiende la guerra con finalidades de expansión o en relación a las
peculiaridades anglo-sajonas dominantes en su formación ético-racial, bien
distintas a la tradición argentina o que resultan inaceptables a la luz de los
principios de derecho público interno o internacional que ha adoptado la
República Argentina, es bajo todo punto de vista indispensable hacerse cargo de
tales fundamentos, con el objeto de esclarecer hasta donde sea posible la
cuestión introducida al litigio y decidir en consecuencia, sobre la procedencia
de la defensa explícitamente articulada.
Que a tales fines, conviene tener presente con
carácter de consideración previa, que las corrientes doctrinarias que
paulatinamente vienen reestructurando al Derecho Internacional, chocan entre
sí, respecto a la primacía de esta gran rama del derecho público universal
sobre el Derecho Constitucional interno, choque que enrola a las naciones y aun
mismo a su derecho público interno en el grupo “monista” o del
“internacionalismo puro” que reclama esa primacía, o en el grupo “dualista” o
del “paralelismo jurídico” en que al desdoblarse los sistemas jurídicos,
mantiene en el orden interno la supremacía de la Constitución local. Ahora
bien, es evidente a través de las citas precedentes, que en los Estados Unidos
todo indica que se han seguido los dictados de la teoría “monista”. De allí,
entonces, que en los casos resueltos antes o después de las Enmiendas V y VI,
se advierte la influencia de los conceptos antiguos o los derivados de los
ultramodernos tratados que han rectificado las convenciones celebradas al iniciarse
el presente siglo bajo el signo de mayor benignidad, dando paso así, al
propósito de destruir al enemigo en todas las formas, con todos los medios y
respecto a todos sus recursos humanos o materiales.
Que, en cuanto a la República Argentina y en un aspecto
de generalización de principios, el orden interno se regula normalmente por las
disposiciones constitucionales que ha adoptado y por lo tanto, manteniéndose en
estado de paz, ningún tratado podría serle opuesto si no estuviese “en
conformidad con los principios de derecho público establecidos en esta
Constitución” (art. 27). Es decir, pues, que en tanto se trate de mantener la
paz o afianzar el comercio con las potencias extranjeras, la República se
conduce dentro de las orientaciones de la teoría “dualista”. Pero, cuando se
penetra en el terreno de la guerra en causa propia —eventualidad no incluida y
extraña por tanto a las reglas del art. 27— la cuestión se aparta de aquellos
principios generales y coloca a la República y a su gobierno político, en el
trance de cumplir los tratados internacionales con todo el rigorismo de que
puedan estar animados. Y, si por la fuerza de las circunstancias cambiantes, ha
suscripto tratados que pudieran ser o aparecer opuestos en ciertos puntos
concernientes a la guerra con otros celebrados con anterioridad, es indudable
de acuerdo a una conocida regla del propio derecho internacional, que los de
última fecha han suspendido o denunciado implícitamente a los primeros; ese es,
por otra parte, un acto de propia soberanía, que no puede ser enjuiciado de
ninguna manera.
Que, subsidiariamente a lo dicho sobre este aspecto,
es argumento incontrastable de rigurosa aplicación en estos autos, que la
realidad viviente de cada época perfecciona el espíritu remanente de las instituciones
de cada país o descubre nuevos aspectos no contemplados con anterioridad, a
cuya realidad no puede oponérsele, en un plano de abstracción, el concepto
medio de un período de tiempo en que la sociedad actuaba de manera distinta o
no se enfrentaba a peligros de efectos catastróficos. La propia Constitución
Argentina, que por algo se ha conceptuado como un instrumento político previsto
de extrema flexibilidad para adaptarse a todos los tiempos y a todas las
circunstancias futuras, no escapa a esa regla de ineludible hermenéutica
constitucional, regla que no implica destruir las bases del orden interno
preestablecido, sino por el contrario, defender la Constitución en el plano
superior que abarca su perdurabilidad y la propia perdurabilidad del Estado Argentino
para cuyo pacífico gobierno ha sido instituida.
Que por iguales razones, la Corte Federal de los
Estados Unidos tiene particularmente dicho, que “No es admisible la réplica de
que esta necesidad pública no fue comprendida o sospechada un siglo ha, ni
insistir en que aquello que significó el precepto constitucional según el
criterio de entonces, deba significar hoy según el criterio actual. Si se
declarara que la Constitución significa hoy, lo que significó en el momento de
su adopción, ello importaría decir que las grandes cláusulas de la Constitución
deben confiarse a la interpretación que sus autores les habían dado, en las
circunstancias y con las perspectivas de su tiempo, y ello expresaría su propia
refutación. Para prevenirse contra tal concepto estrecho, fue que el Presidente
de la Corte Mr. Marshall expresó la memorable lección: “No debemos olvidar
jamás que es una Constitución lo que estamos interpretando (Mac culloch v.
Maryland, 4 Wheat 316, 407), una Constitución destinada a resistir épocas
futuras y consiguientemente a ser adaptable a las varias crisis de los asuntos
humanos”. Cuando consideramos las palabras de la Constitución, dijo la Corte en
Missouri v. Holland, 252 U.S. 416-433, debemos darnos cuenta que ellas dieron
vida a un ser cuyo desarrollo no pudo ser previsto completamente por sus
creadores mejor dotados…” (Citado en Fallos: tomo 172, págs. 54 y 55).
Que, por lo mismo, ha de entenderse que no obstante la
terminología del art. 27 de la Constitución que evidentemente no aparece como
rigiendo para el estado de guerra, todo derecho o garantía individual
reconocida a los extranjeros incluidos en la categoría de beligerantes activos
o pasivos, cede tanto a la suprema seguridad de la Nación como a las
estipulaciones concertadas con los países aliados a la República. Nada
contraría a ello, ni el derecho público interno que por lo demás no reconoce
derechos absolutos y mucho menos atentatorios contra la independencia nacional,
ni las prácticas o doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas
doctrinas anteriores, por cuanto esas prácticas o aquellas doctrinas fueron
establecidas o elaboradas de acuerdo a las modalidades militares de su tiempo y
que no pudieron prever las circunstancias futuras o las formas intensivas y
demoledoras que habrían de adoptarse en las guerras venideras.
Que es en virtud de tales fundamentos, que el entonces
gobierno de facto de la República, alcanzada por un flagelo que nunca conoció,
no sólo pudo dictar el decreto-ley 6945/45 que declaró el estado de guerra con
Alemania y el Japón, sino además, el decreto 7032 del mismo año y su
coordinador N° 11.599/46, referidos estos últimos al régimen de la propiedad
enemiga o presa terrestre, ya prevista en la Conferencia Interamericana de
Méjico de febrero de 1945. Esos decretos son ley de la Nación, tanto por su
origen de acuerdo a la doctrina sustentada recientemente por esta Corte
Suprema, como por haber sido ratificados por las leyes 12.837 y 12.838
sancionadas por el Congreso reinstalado en el año 1946. Esas leyes, en suma,
como asimismo los tratados internacionales igualmente ratificados y que hacen a
la misma cuestión de fondo debatida en estos autos, constituyen ley suprema de
la Nación a tenor de lo dispuesto en el art. 31 de la Constitución Nacional.
Que, por otra parte y siempre dentro de este mismo
género de consideraciones, no podría ser de otra manera, si se tiene en cuenta
que no se trata en el caso del goce y colisión de derechos individuales entre
particulares o en que únicamente media el interés privado frente a los poderes
públicos. El estado de guerra presupone necesariamente un grave e inminente
peligro para la Nación y nada ni nadie puede invocar un mejor derecho, cuando
se está en presencia de la independencia, la soberanía y la seguridad interna y
externa de la Nación. De no ser así y admitiendo que siempre, fatalmente
siempre, hubiese de prevalecer el interés individual, la Constitución al
desarmar y desarticular todas las defensas posibles de la República, se habría
tornado un instrumento de disgregación nacional, lo que a todas luces es
absurdo, ilógico y antinatural. Es por ello mismo que esta Corte tuvo ocasión
de insistir sobre esta cuestión tan trascendental, cuando arribaba a la
conclusión de que “no se concebiría la creación de un Gobierno Nacional con
poderes limitados pero soberano, sin munirlo de los medios indispensables para
defender su existencia y la del orden social y político que garantiza” (Fallos:
167, 142).
Que, en consecuencia, el Presidente de la República
obrando dentro de las atribuciones que expresa e implícitamente le ha otorgado
la Constitución sin limitación no contradicha por ninguna otra disposición
aplicable en la especie, ha podido dirigir el estado de guerra en la forma y
por los medios o con los efectos que ha creído más conveniente en resguardo de
los elevados intereses de la Nación, sin que ello importe transgredir ninguna
norma constitucional y sin que tampoco implique, por lo demás, el
reconocimiento de un discrecionalismo ilimitado, pues nunca podría rayar en
irresponsabilidad, en atención a lo prescripto en los arts. 45, 51 y 52 de la
Constitución.
Que la parte actora se ha agraviado, igualmente, por
considerar que el estado de guerra no había abierto las hostilidades reales,
que la apropiación se resolvió después de la rendición incondicional de los
países enemigos y, finalmente, que al abrogarse el Presidente de la República
facultades judiciales, no sólo infringía el art. 95 de la Constitución, sino
además, le privaba de la garantía de la libre defensa ante los jueces naturales
encargados de tales funciones. Sobre el primer punto, es de observar, que si
bien resulta cierta en el hecho la impugnación, tampoco es menos exacto que el
peligro lo mismo existía en razón de que los recursos del enemigo concentrados
en las filiales dependientes del control de aquellos países —a juicio del
titular de los poderes de guerra— podían movilizarse dentro o fuera de la
República en forma o modo que contribuyeran al desquiciamiento local o el de
las naciones aliadas, sin perjuicio de poder ser repatriados para prolongar el
estado de guerra o eludir al tiempo del restablecimiento de la paz, el
cumplimiento de las reparaciones exigibles de acuerdo a las leyes y las
costumbres de la guerra.
Que en cuanto al hecho de haberse dispuesto de los
bienes de la recurrente después de la cesación de las hostilidades a causa de
la rendición lograda, debe señalarse que independientemente de la
obligatoriedad de proceder así por imperio de los tratados ratificados por el
Gobierno Nacional, esa circunstancia no es bastante por sí sola para ser
atendible, en razón de que jurídicamente el estado de guerra subsiste al no
haberse firmado la paz, causal esta que no reviste el carácter de un hecho
notorio o de mero conocimiento, sino que se desprende de un expreso acto
oficial del gobierno, cual es el decreto N° 10.002 del 7 de abril del corriente
año, en el que como surge de los considerandos allí expuestos y lo que
establece en sus artículos 3° y 4°, todos los efectos de la guerra declarada
quedan diferidos hasta el restablecimiento de la paz. Cabe agregar, a mayor
abundamiento, que la subsistencia de ese estado de guerra con todos los efectos
directos o indirectos que ella provoca, ya ha sido reconocido por esta Corte
Suprema, en el fallo publicado en el tomo 204, pág. 418.
Que en cuanto a la pretendida injerencia judicial del
Presidente de la República en la desposesión y apropiación de los bienes
tenidos por enemigos, corresponde recordar que, como reiteradamente lo tiene
resuelto esta Corte, aquella prohibición se refiere exclusivamente al
impedimento de intervenir en contiendas o causas legisladas por las leyes
comunes civiles o penales (Fallos: 149, 175; 164, 345; 169, 256; 175, 182; 185,
251; 195, 220; 194, 494 y 564; etc.), que ninguna relación guarda con el
ejercicio de las funciones privativas que le han sido expresamente confiadas,
ya sea para hacer efectivas tanto la conducción de la guerra (art. 86 inc. 15 y
18; y Fallos: 149, 175; 175, 182) como las elementales medidas de defensa que
el país pueda reclamar (Fallos: 164, 345) y sin que ese ejercicio implique
comprometer ninguna de las garantías acordadas en el art. 18 de la Constitución
(Fallos: 164, 345).
Que por lo tanto, no es del resorte del Poder Judicial
juzgar y resolver sobre aquellas necesidades, los medios escogidos y la
oportunidad en que pudieron o debieron ser realizados, desde el momento que el
exclusivo poder autorizado para determinar sobre la procedencia o razonabilidad
bélica de esas y otras medidas adoptadas en el curso del estado de guerra, es
el mismo órgano de gobierno asistido de aquellas atribuciones insusceptible de
ser calificadas como judiciales, y el único capacitado en funciones del manejo
militar que ejerce o del conocimiento perfecto que tiene de poderosas y secretas
razones militares o de entronque internacional referidas a la lucha entablada,
para discernir sobre su conveniencia y oportunidad, razones estas que desconoce
en absoluto el Poder Judicial y que con su intervención, obstaculizaría las
operaciones de guerra en cualquiera de sus aspectos y alcances o la preparación
de los acuerdos de paz.
Que en resumen de todo lo expuesto en los
considerandos precedentes, se sigue la lógica consecuencia de que únicamente el
Poder Ejecutivo de la Nación en actos propios del ejercicio de sus privativos
poderes de guerra, es el que tuvo atribuciones suficientes para resolver sobre
la calificación enemiga de la propiedad de la recurrente, el mayor o menor
grado de vinculación o dependencia que podía mantener con las naciones en
guerra, la efectividad y la gravedad que pudiera importar la penetración
económica del enemigo, la eventualidad de proyectar la guerra sobre ese campo y
por consiguiente, la conveniencia o necesidad de la vigilancia, control,
incautación y disposición definitiva de los bienes, como asimismo, de la
necesidad y urgencia de proceder en tal forma en la oportunidad que
respectivamente adoptó cada una de esas medidas, todo ello sin obligación de
recurrir previamente a los estrados judiciales o sin tener que afrentar ante
estos últimos, juicio de responsabilidad civil propia o de la Nación por la
comisión de aquellos actos.
Que estas conclusiones no obstan en modo alguno, a la
posibilidad de que firmada que sea la paz definitiva, las partes alcanzadas por
las medidas de desafectación que llegaron a adoptarse durante el estado de
guerra declarada por el gobierno nacional en uso de sus atribuciones, y se
consideraran agraviadas en el goce de los derechos que legítimamente les
cupiere invocar, puedan intentar las acciones judiciales que más crean
convenientes para reducir a sus justos límites los efectos producidos.
Por los fundamentos expresados y los concordantes del
fallo de fs. 126, de acuerdo a lo dictaminado por el Sr. Procurador General, se
confirma la sentencia apelada en cuanto ha podido ser materia del recurso
extraordinario.—TOMÁS D. CASARES (en disidencia) — FELIPE S. PÉREZ — LUIS R.
LONGHI — JUSTO L. ALVAREZ RODRÍGUEZ — RODOLFO G. VALENZUELA.
DISIDENCIA DEL SEÑOR PRESIDENTE DOCTOR — DON TOMÁS D.
CASARES.
Considerando:
Que el recurso extraordinario se funda en la alegación
de que el ejercicio de las facultades regladas por los decretos relativos a la
vigilancia y disposición final de la propiedad enemiga, hecho por el P.E. en
este caso, es violatorio del derecho de propiedad y de la garantía de la
defensa. Refiérese que el P.E. dispuso por sí, con total exclusión de la actora
y de la vía y los procedimientos judiciales, la liquidación, a raíz del retiro
de la personería jurídica, de los bienes que constituían el haber de esta
última, bienes que el P.E. había sometido a contralor, primero, y ocupado
luego, alegando que la sociedad propietaria hallábase vinculada a países con
los cuales la Argentina estaba en guerra. Y como el interdicto con que la
actora se proponía obtener el remedio de lo que considera un despojo, fue
rechazado por juzgarse que tanto el acto de desposesión como todas sus
anterioridades entre las cuales está la liquidación mencionada, constituyen
ejercicio de poderes de guerra que por su naturaleza no pueden ser sometidos al
juicio judicial, el rechazo comporta en realidad, según la recurrente, la
consecuencia de privarla de su propiedad sin forma alguna de juicio, no
obstante lo dispuesto en los arts. 17 y 18 de la Constitución.
Que la posesión amparada por los interdictos integra,
sin duda alguna, el patrimonio de la actora y le alcanza, por consiguiente, la
garantía del precepto constitucional citada cuya amplia comprensión ha
reconocido esta Corte reiteradamente. Tanto más cuanto que si bien en el
interdicto no ha de discutirse el derecho a poseer, así provenga de un
inobjetable título de dominio, sino el hecho de la posesión es innecesario
recordar cuan estrechamente relacionado con la propiedad hallase este hecho que
constituye uno de sus efectos y es también un medio de llegar a obtenerla. La
denegación de un interdicto puede, por consiguiente, dar lugar al recurso
extraordinario, no por cierto cuando sólo se trate de su procedencia desde el
punto de vista de las disposiciones civiles y procesales pertinentes, sino
cuando, como en este caso, se funda en que la ocupación con la cual el P.E. ha
excluido de la posesión al dueño de los bienes no puede ser cuestionada ante
los jueces. Tal es la razón en cuya virtud esta Corte le declaró procedente a
fs. 165, y de la cual se sigue su preciso alcance.
Que, en consecuencia, este recurso extraordinario
tiene exclusivamente por objeto decidir si el ejercicio de los poderes de
guerra hallase en todos los casos en que se trata de ellos, —con la sola excepción
de los juicios de indemnización de daños determinados por las consecuencias de
dicho ejercicio—, sustraído a la intervención de los jueces, pues esta es la
conclusión de la sentencia apelada cuyo rechazo del interdicto tiene el
alcance, demostrativo de que no se lo rechaza por razones concernientes al
régimen propio de la acción posesoria instaurada, de cerrar también, la vía de
la acción petitoria. Lo cual pone a su vez de manifiesto que la sentencia
recurrida, no obstante corresponder a un juicio posesorio, afecta en lo
sustancial el derecho de propiedad de que la recurrente sigue considerándose
titular. En cuanto a que el amparo de la justicia, si hubiera de reconocerse la
posibilidad de su procedencia, haya de acordarse en este caso mediante el interdicto
deducido es, en cambio, cuestión de derecho común, procesal y de hecho, ajena,
por consiguiente, al recurso extraordinario.
Que, como se dijo en el primer considerando, el P.E.
decidió por acto propio y exclusivo tomar posesión de todos los bienes de la
sociedad actora —a la cual había retirado la personería jurídica— y proceder a
la liquidación mediante los órganos creados por el mismo a ese efecto,
excluyendo a los representantes legales de la sociedad y a toda forma de
intervención judicial. La medida y el modo de ejecutarla habrían obedecido a
que estos bienes estaban al servicio de los países a los cuales la Argentina
declaró la guerra en un acto por el cual contrajo al mismo tiempo obligaciones
de aliada respecto a todas las demás naciones que la habían declarado con
anterioridad.
Que los bienes a que se refiere el interdicto son
inmuebles situados en territorio nacional y colocados, en consecuencia, bajo el
orden jurídico del país.
Que se trata de saber si los poderes de guerra
comprender con respecto al Poder Ejecutivo, la facultad no sólo de incautarse
de ellos en cuanto lo requiere la conducción de la guerra, sino también la de
convertir ese secuestro en apropiación definitiva, por sí y con exclusión, de
la justicia, en oportunidad de la liquidación de los efectos o consecuencias de
esta última.
Que sobre la existencia de poderes de guerra en el
órgano del Estado que debe conducirla, no cabe discusión. No hay especial
interés en determinar el precepto constitucional del cual emergen, pues se trata
de potestades concurrentes a la existencia misma de la Nación, realidad
preexistente a todo régimen positivo de organización institucional y llamada a
sobrevivir a cualquiera de ellos. Los principios rectores de los poderes de
guerra son anteriores a la Constitución. Tan innegable como la posible
necesidad de tener que recurrir a la guerra es el derecho del Estado, puesto en
el deber de recurrir, para hacer todo lo que lícitamente conduzca a la
obtención del fin que la ha determinado.
El Estado que hace la guerra es juez en causa propia,
como los individuos en los actos de defensa impuestos por la circunstancial
imposibilidad de recurrir a una instancia y un amparo superiores. “El declarar
la guerra forma parte del poder de jurisdicción y es acto de justicia
vindicatoria, la cual es soberanamente necesaria en el Estado para la represión
de los malhechores… El Soberano puede perseguir… al Estado extranjero que por
el delito cometido queda bajo su autoridad. Si el Soberano de que se trata no
tiene superior en lo temporal no puede pedirse justicia a otro juez” (Suarez,
De Bello, sec. 2ª, n° 1).
Que el acto de autoridad y soberanía por el cual un
país entra en guerra faculta y obliga a los órganos de gobierno que deben
conducirla a realizar todo lo necesario, en cuanto no sea intrínsecamente
ilícito, para quebrantar la hostilidad del enemigo, porque ese quebrantamiento
es el requisito de la justicia en procura de la cual se ha llegado a esta
“última ratio”. De tales poderes no cabe decir que su fuente y fundamento está
en el art. 86, inc. 18, de la Const. Nacional. Considerado en sí mismo, este
precepto no tiene otro objeto ni otro alcance que el de determinar el órgano de
gobierno sobre el cual recae la responsabilidad de hacer la guerra. Lo
dispuesto allí y en el inc. 22 del art. 67 sobre las patentes de corso y de
represalia, aunque se admita que comprende las presas terrestres y que el
tratado de París de 1856 no obsta al ejercicio de este medio de guerra, nada
resuelve respecto a la cuestión aquí tratada. La guerra comporta, en principio,
el derecho de apropiarse de ciertos bienes del enemigo, como se explicará más
adelante, pero aquí se consideran los requisitos de la expropiación en
determinadas circunstancias, requisitos que si han de cumplirse por parte del
Gobierno Nacional cuando la incorporación al propio dominio es realizada por el
mismo, con mayor razón tendrían que ser cumplidos por el particular, que
mediante la patente respectiva hubiera recibido la autorización excepcional de
efectuar represalias. Por eso ha podido observarse, como lo recuerda. J. V.
González (Manual de la Constitución, pág. 507), que la facultad de reglamentar
las presas más bien que accesoria del poder de guerra lo es del de establecer
tribunales de justicia. El régimen de presas incluye, en el derecho de gentes,
la existencia de una justicia ante la cual pueda debatirse la legitimidad del
apresamiento. Además, aquí no se trata de la distinción entre presas marítimas
y presas terrestres. El distinto régimen legal de la que aquí se invoca como
provendría de que es terrestre, sino de que el apresamiento recae sobre bienes
colocados bajo la autoridad de las leyes nacionales y, por consiguiente, aunque
se trate de una apropiación justificada por el hecho extraordinario de la
guerra, en cuanto comporta privación absoluta y definitiva de una propiedad
regida por las leyes de la Nación tiene que consumársela de acuerdo con ellas,
a diferencia de lo que sucede con el apresamiento en acción de guerra de lo que
está fuera de los límites del país, en el cual se consuma en principio la
desapropiación por el acto del apresamiento.
Que ni en los preceptos constitucionales aludidos ni
en otro ninguno está la determinación de lo que importa para juzgar de los
poderes de guerra en orden a lo que se debate en esta causa, a saber: cuáles
habitantes del país regularmente radicados en él han de ser tenidos por
enemigos en tiempo de guerra y qué puede hacerse con sus personas y sus bienes.
Es que lo primero no puede ser objeto de definición legal, como no fuere
refiriéndose tanto lógicamente al comportamiento hostil, pues el carácter
hostil de una actitud depende de las más variadas e imprevisibles
circunstancias. Y en cuanto a lo segundo, si se trata de personas y bienes que
están bajo la autoridad y el orden jurídico del Estado enemigo, los poderes en
cuestión tienen que comprender la facultad de proceder como lo impongan las
también imprevisibles alternativas de la guerra, lo cual debe quedar librado a
la autoridad inmediatamente responsable de su conducción. En la medida en que
la guerra es lícita lo es, con respecto a la vida, la libertad y los bienes de
los súbditos enemigos, todo lo requerido, en cada circunstancia mientras sea
intrínsecamente lícito, para obtener los fines que la han determinado. Lo cual
no quiere decir que todo lo del enemigo esté fuera de la ley. Cuando sea
recurso directo o indirecto del Estado enemigo para hacer la guerra tiene que
soportar las consecuencias de la condena pronunciada contra este último. Pero
la declaración de guerra, —o el acto de hacerla para repeler una agresión, haya
o no declaración formal— es, como quedó dicho, un acto de justicia; justicia
hecha por la propia mano en ausencia de una instancia superior efectiva y
operante, pero no con prescindencia de toda norma.
Y no se trata sólo de la ley internacional positiva
que consta en los tratados. Si se tratara sólo de ella, en todo lo que no esté
regido por los pactos vigentes la guerra sería un estado de cosas ajeno al
derecho; pero ninguna especie de relación entre los hombres corresponde a la
dignidad humana si no reconoce la eminencia de una ley que objetivamente y por
sobre el mero arbitrio de cada una de las personas, —jurídicas o naturales— que
entran en relación, determine conforme al bien común, lo que es de cada uno. Si
no hubiera derecho donde no hay ley positiva sería inútil disertar sobre las
facultades de los Estados en el proceso de la guerra; la cuestión se resolvería
en los hechos, puesto que la medida de la facultad se confundiría en cada caso
con la medida de la fuerza de quien la invoca y ejerce. No es otro el asiento
del informulado derecho de gentes a que se alude en los arts. 102 de la
Constitución Nacional, 1 y 21 de la ley 48, derecho este de mayor latitud y
comprensión que cuanto sea materia positiva de los tratados. Y es la luz de la
ley natural que se hace patente el sentido de la fórmula con la cual la Nación
expresó alguna vez, por boca de sus autoridades, su subordinación a la justicia
a raíz de una guerra victoriosa: “la victoria no da derechos”. Lo que con ella
se obtiene es la efectiva posibilidad de su ejercicio mediante la reparación
del agravio que lo obstaba (Vitoria, de los indios, Relec. 2da. 13; Grocio, Del
derecho de la guerra y de la paz, lib. II, cáp. 1°, párr. I). Sólo es de veras
victoria la que comporta la victoria de un derecho; pero los derechos para cuya
defensa se va a la guerra no constan sino muy rara vez en normas positivas.
Que de esta sujeción de la guerra, —acto de
enjuiciamiento—, a la ley natural, síguese la obligación de subordinar al orden
jurídico positivo interno la ejecución de lo que el Estado en guerra haya de
hacer con las personas y los bienes que se encuentren bajo la fe de su derecho
nacional. Porque la guerra no está sobre toda ley, el Estado que la hace no
puede considerarse con motivo y en ocasión de ella, relevado de las
subordinaciones que su propio orden jurídico, instaurado para regir en toda
circunstancia, impone a sus facultades respecto a las personas y los bienes que
antes de iniciarse el estado bélico habían sido acogidas por el imperio de su
jurisdicción. Al hacer la guerra el Estado asume posición y responsabilidad de
juez, y lo que pueda hacer, —sin comprometer la suerte de la guerra—, mediante
sus propias y ordinarias instituciones, debe hacerlo para el afianzamiento de
la justicia que con ella se procura.
Que la cuestión se ha hecho, sin embargo,
extremadamente difícil porque en la guerra total contemporánea parece que se
tendiera a considerar justificado cuanto favorezca no sólo a la derrota del
enemigo sino su aniquilamiento en todos los órdenes y por todos los medios. Y
como el medio empleado en la defensa propia tiene que poder llegar hasta donde
sea preciso para adecuarse a la agresión, las naciones que se propongan no
comportarse en la guerra con menos justicia que en la paz pueden hallarse ante
casos límites en orden a la legitimidad de ciertos medios que sean, sin
embargo, los únicos de eficacia proporcionada a la especie y magnitud de los
que emplea el enemigo. El fin no justifica los medios, pero la licitud o
ilicitud de cada medio puede depender de las particulares circunstancias, buena
parte de las cuales proviene de situaciones creadas por el comportamiento del
enemigo. Además, la faz económica de las guerras ha adquirido importancia
extraordinaria a causa, por una parte, de la tendencia recordada a hacer de la
guerra un medio de aniquilamiento total del país enemigo, y, por otra, de la
existencia de poderes económicos superiores, a veces, de hecho, a los de la
legítima autoridad de los países en que actúan y con posibilidades, además, de
anónima influencia internacional. Y por fin, la economía contemporánea y el
crecimiento de las funciones del Estado favorece la disimulación de lo que
pertenece al Estado enemigo o está bajo una potestad suya equivalente al
dominio formal. Ya hace más de un siglo que se dijo no ser imaginable nada
parecido a una guerra para los ejércitos y una simultánea paz para el comercio.
Que de todo ello se sigue deben ser muy amplias y muy
ágiles las facultades del Poder Ejecutivo, responsable inmediato de la
conducción de la guerra, con respecto a la vigilancia de la vida económica en
el país durante aquélla, y a la determinación de lo que en ella ha de tratarse
como propiedad del enemigo. Pero si se ha de considerar que el orden jurídico
nacional interno no es allanado en lo esencial de él por el hecho de la guerra,
puesto que ella misma, en cuanto lícita, está en el orden del derecho, hay que
distinguir las facultades de contralor, vigilancia y ocupación o secuestro, y
aun las de disposición, determinadas por exigencias del esfuerzo bélico, de la
desapropiación definitiva. El ejercicio de las primeras sin intervención ni
recurso judicial directo no comporta violación de la propiedad en las
excepcionales circunstancias de una guerra, porque de las necesidades de la
defensa nacional durante ella debe juzgar sin apelación quien la tiene a su
cargo y es responsable inmediato de su consumación. De la eficacia de la
defensa depende que el país salve y afiance los beneficios de su orden, y entre
ellos la inviolabilidad de la propiedad. Sería, pues, contradictorio oponer
esta garantía al ejercicio eficaz de poderes de guerra sin el cual aquélla
podría perecer junto con la totalidad del orden nacional. Por lo demás, la
inviolabilidad de la propiedad consiste, substancialmente, en que nadie sea
privado de ella sino en virtud de sentencia fundada en ley. Mientras no se
trate de actos de apropiación definitiva, es el uso y goce de la propiedad lo
que se halla en juego en las circunstancias de que se está tratando, y si ello
sufre accidental restricción conforme a las normas legales de emergencia, la
sufre en resguardo de la substancia del derecho aludido mediante la defensa del
primero de los bienes comunes que es la integridad de la Nación. Esta es la
eventualidad contemplada en el art. 2512 del Cód. Civil. Sólo que en dicho
precepto se contempla esta posibilidad respecto a bienes de los que la
autoridad necesite servirse para los fines de la guerra y aquí se trata de
prevenir o neutralizar la acción hostil susceptible de ser realizada con determinados
bienes que, no obstante hallarse en jurisdicción nacional y bajo el régimen y
el amparo de las leyes argentinas, haya motivos para presumir que están directa
o indirectamente al servicio del enemigo. Por eso aquella ocupación da lugar a
resarcimiento y esta última puede no darlo.
Que otros son los términos del problema cuando se
trata de actos de disposición con prescindencia de la justicia y de los dueños
de los bienes que se liquidan, ello ocurre una vez concluidas las hostilidades
y no concierne, por consiguiente, a la conducción de la guerra. Sólo en calidad
de dueño estaría facultado el P.E. para proceder en tal caso con exclusión de
la justicia y de quienes, según las leyes bajo las cuales háyanse los bienes de
que se trate, son sus dueños. Pero de la propiedad sólo puede privarse a su
dueño “en virtud de sentencia fundada en ley” (art. 17 de la Constitución).
Que por lo mismo la subsistencia del estado jurídico
de guerra mientras no se firmen los tratados de paz, reconocida expresamente en
Fallos: tomo 204 página 418, no influye para nada en este punto. Con la
desapropiación definitiva no se acrecientan ni perfeccionan, en una palabra, no
se modifican de hecho en lo más mínimo las medidas de precaución y seguridad
que el P.E. haya considerado indispensable tomar con respecto a esos mismos
bienes en razón de la subsistencia del estado de guerra y no obstante la
cesación de las hostilidades a raíz de la rendición incondicional del enemigo.
Y ya se ha dicho que este pronunciamiento no tiene más alcance que el de
desconocer el derecho, atribuido al P.E. en la sentencia apelada, de
considerarse definitiva e irrevisablemente dueño de los bienes, por él
ocupados, de los cuales se trata en estos autos, sin haber dado a sus
propietarios oportunidad de controvertir ante los jueces los hechos y razones
en cuya virtud el P.E. considera que le asiste el derecho de apropiación. Vale
decir, que con ello no se interfiere en el ejercicio de las facultades de
vigilancia y ocupación que son propias del P.E. durante el estado de guerra.
Que estas mismas razones explican que tampoco hagan
variar los términos de la cuestión, los tratados internacionales que la Nación
tenga concluidos respecto al destino de estos bienes, pues es obvio que en
ellos no se decide, ni se podía decidir, cuales eran determinadamente los
bienes de que sus dueños habían de ser desapropiados. Porque una de dos: o esa
desapropiación es acto de justicia, y entonces, como se acaba de expresar, las
razones y los hechos que la justifican deben poderse controvertir ante los
jueces, porque la privación de la propiedad tiene que ser sancionada por
sentencia para ser lícita (art. 17 de la Constitución), o puede ser acto de
arbitrio del legislador que aprueba y perfecciona los tratados (art. 67 de la
Constitución), pero entonces ello querría decir que hay casos en que se puede
privar de la propiedad sin sentencia y que hay leyes que pueden estar por
encima de la Constitución y quedar substraídos al contralor de su
constitucionalidad. No, la Nación no se compromete nunca sino a lo que en
justicia puede hacer. Esta es una condición sobreentendida en toda relación
jurídica verdaderamente tal, lo que los compromisos internacionales de que se
trata quieren decir es que la Nación hará lo que en ellos se establece con
todos aquellos bienes cuya desapropiación esté justificada, es decir, pueda
consumarse en justicia.
Que no cabe invocar el enjuiciamiento que la guerra
comporta, para considerar cumplido lo que el principio constitucional exige. No
se trata de necesidades de la guerra sino de la liquidación de sus efectos. Y
de una liquidación a realizarse con la desapropiación de bienes regidos por las
leyes nacionales. La ley de la guerra justifica en principio desapropiaciones
de esta especie, pero en las circunstancias de que se ha hecho mención los
derechos cuya extinción sería causada por ella, tienen que poderse confrontar
con el que invoca el Poder Ejecutivo, del modo y ante la autoridad que las
instituciones del país han establecido para dar a cada uno lo suyo cuando hay
contradicción sobre los derechos que se invocan. Lejos de comportar
extralimitación de atribuciones por parte de la autoridad judicial, esto es la
consecuencia necesaria del principio a que obedece la delimitación de las
funciones propias de cada uno de los poderes que constituyen el Gobierno de la
Nación. La integridad del orden jurídico nacional exige que este efecto extremo
de la guerra en el régimen de la propiedad consistente en la desaprobación
resarcitoria con los actos de disposición final que pueden seguírsele, no se
consume con respecto a bienes colocados bajo dicho orden, o para decirlo con la
enérgica expresión de Hamilton “existentes al amparo de la fe acordada a las
leyes del propio país”, sin la garantía del amparo judicial establecido para el
afianzamiento de la justicia, que es, por cierto, el mismo fin procurado con la
guerra. Substraída la desapropiación a dicha garantía en las circunstancias
explicadas hay violación de la propiedad y de la defensa.
Que la posibilidad de una demanda de indemnización si
se probase que lo que el Gobierno Nacional considera propio no era ni directa
ni indirectamente propiedad del enemigo ni había estado a su servicio, no
remedia la violación constitucional cuando los fines procurados con la desapropiación
no requieren en ese momento que se lo consume por acto privativo del P.E., pues
se trata de liquidar los efectos de una guerra que, si bien no ha tenido fin
jurídico mediante los pertinentes tratados de paz, ha concluido de hecho, como
esfuerzo bélico, indiscutiblemente. No la remedia porque la indemnización
equivale a la propiedad monetariamente, pero la propiedad no es sólo un valor
económico; comprende, desde el punto de vista de lo que representa para la
condición del hombre en sociedad, —y en ello está la razón de ser primera de
este derecho—, valores insusceptibles de traducción económica. Es indispensable
recurrir a esta última cuando hay derecho a privar a alguien de su propiedad,
—como en la expropiación por causa de utilidad pública—, cuando extremas
necesidades públicas han impuesto su impostergable destrucción (art. 2512 del
Cód. Civil), o cuando el menoscabo ilegítimo de ella se ha consumado; pero un
régimen institucional y social entre cuyos fundamentos está la propiedad, antes
que asegurar el resarcimiento, debe procurar, en cuanto sea posible, que el
menoscabo del derecho no se consume.
Que los decretos por los cuales se rigen los actos de
vigilancia y disposición de la propiedad enemiga (110.790/42; 122.712/42;
30.301/44; 7032/45; 7035/45; 7760/45; 10.935/45; 11.599/46), de los que tienen
particular relación con esta causa los Nos. 7032-7035-10.935 y 11.599, no
acuerdan en ningún caso intervención ni recurso judicial alguno. Si este
silencio no debe interpretarse como positiva exclusión de la justicia en cuanto
concierne a los actos de la autoridad creada por ellos, síguese de todo lo
expuesto que si no los decretos mismos la interpretación de ellos que la
excluye sería inconstitucional (Fallos: 176, 339; 186, 353). Si implican
positivamente la exclusión aludida, en cuanto la impliquen en las actuales
circunstancias y la comporten hasta respecto a la desapropiación definitiva,
los decretos aludidos son violatorios de los arts. 17 y 18 de los arts. 17 y 18
de la Const. Nacional.
Que la sentencia apelada alude a una presunción,
derivada de ciertos antecedentes mencionados en la misma, según la cual los
bienes a que este juicio se refiere eran propiedad enemiga. Pero sólo se trata
de una referencia accidental que no constituye fundamento propio de lo
decidido. Lo prueba, por de pronto, la redacción del pasaje respectivo —”todo
hace presumir que la actora se encontraba económicamente vinculada y bajo la
dependencia del enemigo” (fs. 128)—, pero sobre todo lo demuestra la integridad
de la argumentación dirigida por completo a sostener la improcedencia de la
intervención judicial en la ejecución de cualesquiera medidas de disposición
tomadas por la junta bajo cuya autoridad hállase la propiedad enemiga en el
régimen de los decretos que se acaban de citar.
Que, en síntesis, la definitiva apropiación por parte
del Estado Argentino, a consecuencia de la guerra, de bienes pertenecientes a
una Nación enemiga o puestos al servicio de sus hostilidades, pero que se
hallan en el país bajo el régimen de sus instituciones, no puede consumarse sin
violación de las garantías constitucionales, como no sea dando a quienes por
las leyes nacionales son dueños de ellos, posibilidad de debatir judicialmente
la calificación en virtud de la cual el Estado se considera con derecho de
apropiación a su respecto. Esta conclusión impone la revocatoria de la
sentencia en lo que ha sido materia del recurso conforme a lo expresado en el
considerando 3°, donde se determinó el alcance de este último. Deben, por
tanto, volver los autos a la Cámara para que, en vista de este pronunciamiento
decida si en las circunstancias de esta causa y habida cuenta de la naturaleza
jurídica de la acción promovida, ésta es o no procedente, con el alcance propio
de las sentencias en juicios de esta especie, cual es dejar abierto el camino
de la acción petitoria, si el interdicto es rechazado, o, si se hiciera lugar a
él, la vía, para el Estado Argentino, del juicio ordinario pertinente para
requerir que se sancione con regularidad constitucional la privación de la
propiedad de que se trata en virtud del derecho de apropiación emergente de la
guerra invocado por él.
Por tanto se revoca la sentencia apelada en cuanto ha
sido materia del recurso, debiendo volver los autos a la Cámara para que visto
este pronunciamiento falle de nuevo la causa con el alcance determinado en el
último considerando. —Tomás D. Casares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario